Seguridad pública: Una perspectiva garantista

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Seguridad pública: Una perspectiva garantista

“En las reformas en materia penal que envió el presidente al Senado, hay iniciativas preocupantes desde la perspectiva de un Estado constitucional democrático de derecho, como autorizar al MP realizar intervenciones de comunicaciones privadas sin una autorización judicial o la aprobación de la cadena perpetua. En una visión diferente, Lorenzo Córdova y Pedro Salazar señalan que el reto está en combatir la inseguridad sin renunciar al respeto de los derechos como condición para la actuación del Estado.”

El pasado 9 de marzo el presidente de la República hizo llegar al Senado un paquete de reformas en materia penal. Se trata de cuatro iniciativas que bien pueden ser agrupadas en dos bloques temáticos: por un lado, las propuestas que se refieren a las instituciones y al proceso penal y, por el otro, las que, desde una perspectiva más sustantiva, proponen un agravamiento de las penas para determinados delitos.

I. La persecución de los delitos

Dos de las iniciativas presentadas tienen que ver con este punto: una de ellas plantea modificaciones a diversos artículos de la Constitución y la otra propone la reforma de un solo artículo de la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República. La finalidad de los dos proyectos es el “reforzamiento” de las instituciones encargadas de perseguir los delitos y de los procedimientos para realizar las investigaciones. Algunas de las líneas vertebrales de las iniciativas son las siguientes:

a) Fortalecer al Ministerio Público (MP) dotándolo de una autonomía técnica y funcional;

b) redefinir a la policía como un órgano corresponsable (y no sólo auxiliar) de la investigación penal. La policía dejaría de estar subordinada al MP y sólo quedaría bajo la conducción jurídica del mismo;

c) establecer un Sistema Nacional de Desarrollo Policial que permitiría la profesionalización de los cuerpos policiacos de todos los niveles;

d) establecer ciertas “medidas cautelares” que podrían ser adoptadas por jueces y, casi en todos los casos, cuando se trate de delincuencia organizada, también por el MP;

e) procurar una unificación penal nacional dejando a la competencia de las autoridades estatales la aplicación de normas y procedimientos establecidos federalmente;

f) introducir mecanismos alternos de solución de controversias;

g) replantear la posibilidad de que, ante confesión de parte, se realice un procedimiento penal expedito;

h) modificar la figura de la coadyuvancia otorgándole mayores atribuciones a la víctima para participar en la investigación y en el proceso penal.

Hay que reconocer que varias de las propuestas deben ser bienvenidas: a) la apuesta por mecanismos alternativos frente a la tradicional imposición de las penas (algo que se ha experimentado con éxito en varios países, como en Alemania); b) la iniciativa de unificación penal (que debe plantearse sólo respecto a los delitos de delincuencia organizada) en un contexto en el que el crimen organizado rebasa las fronteras estatales y lucra de la profunda divergencia en materia de penas y procedimientos de entidad en entidad; c) los mecanismos para que las víctimas colaboren con el MP durante la averiguación previa y durante el juicio penal; d) la posibilidad de que las policías tengan un cierto margen de autonomía frente al MP en la conducción de las investigaciones (aunque la línea directiva de las mismas y la construcción jurídica de la averiguación previa deba seguir en manos de la autoridad ministerial).

Otras propuestas son francamente insuficientes. Tal es el caso de la iniciativa para modificar un artículo de la Ley Orgánica de la PGR con la finalidad de otorgar al MP una autonomía técnica y funcional. Para atender las necesidades de rediseño institucional en materia de procuración de justicia no basta con enunciar en una ley la autonomía de las procuradurías de justicia en el país; lo que urge es que dicha autonomía realmente se concrete. Y, para ello, entre otras cosas, hace falta una reforma constitucional. Vale recordar que en ninguna otra democracia constitucional la persecución de los delitos recae exclusivamente en el poder ejecutivo. En México, aunque el Senado tenga la facultad de ratificar el nombramiento del procurador general de la República, este funcionario es, jurídica y políticamente, un subordinado del presidente quien, de hecho, puede removerlo con toda libertad. Además, existe una total discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal: el MP decide libremente cuándo consignar un caso ante un juez y cuándo no. Así las cosas, la reforma legal propuesta por Calderón es muy limitada. Lo que necesitamos es un verdadero replanteamiento institucional del MP en el país para evitar que, a todos los niveles de gobierno, siga siendo una dependencia de los poderes ejecutivos.

El paquete de reformas contiene otras iniciativas que, desde la perspectiva de un Estado constitucional democrático de derecho, son preocupantes. Se trata de algunas las propuestas que, bajo la justificación del combate al crimen organizado, buscan reforzar facultades del MP y pueden socavar diversos derechos fundamentales. Este es el caso, por ejemplo, de la propuesta para autorizar al MP a realizar (siempre en el caso de la delincuencia organizada) arraigos, cateos e intervenciones de comunicaciones privadas sin una autorización judicial de por medio. Es verdad que la iniciativa decreta que la validez de estas acciones “estará sujeta a revisión judicial posterior” pero, como dicta la sabiduría popular, “palo dado ni Dios lo quita”. No olvidemos que la discrecionalidad en el ejercicio del poder es particularmente peligrosa cuando está en las manos de las policías. ¿Quién nos garantiza que un MP —dependiente, como lo es ahora del ejecutivo— facultado para decidir la realización de cateos o intervenciones telefónicas en caso de narcotráfico, no las utilice para otros fines? La intervención judicial a posteriori es poco efectiva. De hecho, históricamente, una de las primeras garantías para los derechos fundamentales (en concreto de libertad) fue condicionar la actuación de las fuerzas policiacas a la exhibición de una autorización judicial. En este sentido, la propuesta del presidente parte del diagnóstico adecuado pero ofrece el remedio equivocado: ¿por qué no pensar en mecanismos de autorización judicial más expeditos, como podría ser la figura del “juez instructor” que ya existe en varios países? Ante estos problemas no es sano caer en la tentación de la “salida más fácil”: la existencia de “poderes salvajes” privados o públicos, legales o ilegales, es la negación del Estado constitucional. Y con la propuesta presidencial, el MP, podría graduarse en esta categoría de poder salvaje y, a la larga, infrenable.

Somos conscientes del dilema que enfrentamos: el discurso de los derechos puede parecer una traba que entorpece la urgente actuación de los poderes del Estado para enfrentar a una delincuencia rampante y desafiante. El problema no es menor: ¿cómo hacer que un Estado respetuoso de los derechos sea a la vez eficaz frente a los poderes criminales? La respuesta, creemos, no está en el fortalecimiento a toda costa del poder público, sino en el establecimiento de mecanismos que, respetando los derechos, permitan un ejercicio eficaz de la autoridad estatal en el combate a la delincuencia. El equilibrio es difícil pero, como demuestra la experiencia de otros países, posible. El reto está en encontrar procedimientos más simples y expeditos para la toma de decisiones pero que no renuncien a la gran conquista histórica que significó instalar el respeto de los derechos como condición para la actuación del Estado. Y, en este sentido, las labores de investigación y de inteligencia, según advierten los expertos, son estratégicas. Pero el ejercicio de la fuerza siempre debe tener el respaldo judicial, de lo contrario nos alejamos de Locke para enredarnos en el Estado hobbesiano que, nunca está de más recordarlo, no era ni constitucional ni democrático: era un Estado absoluto.

II. Las penas

Una de las iniciativas presentadas por el presidente está dirigida a modificar dos artículos del Código Penal Federal (el 25 y el 366) para introducir la pena de “prisión vitalicia” o “cadena perpetua” en el caso de algunos delitos considerados particularmente graves: en concreto, para secuestradores de menores, mujeres, incapaces, adultos mayores o que lesionen gravemente o priven de la vida a sus víctimas. Aunque, en realidad, ello abriría la puerta para penar también otros delitos con esa sanción. La ocurrencia —que ha recibido un “respaldo total, sin medias tintas” de, entre otros, el coordinador del PAN en el Senado, Santiago Creel— concluye que la readaptación no es la finalidad última de la penas sino que éstas deben servir para garantizar a las víctimas y a la sociedad que “esa persona no podrá volver a delinquir”. Suponemos que la lógica pretende funcionar en dos sentidos: a) disuadiendo, por la naturaleza ejemplar del castigo, a otros potenciales delincuentes; b) impidiendo que el secuestrador juzgado y sentenciado pueda cometer más delitos. Ambos objetivos esconden una trampa: el primero es falaz por contrafáctico y el segundo es reprobable por despótico. Pero, además, sobre todo el segundo objetivo, es inquietante porque esconde una doble moral: si el fin último es impedir que el delincuente reincida, ¿por qué no eliminarlo definitivamente? A nosotros se nos ocurren muchas razones fundadas en la concepción liberal e ilustrada de la dignidad humana para rechazar esta funesta alternativa. Pero esas razones, si las tomamos en serio, valen también contra la cadena perpetua.

Es verdad, como se sostiene en la iniciativa, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en febrero de 2006, cambiando sus propios criterios sobre el tema, adoptó con el voto mayoritario de seis ministros, un conjunto de tesis en las que, para permitir la extradición de algunos presuntos narcotraficantes a Estados Unidos, negó que la prisión vitalicia sea una “pena inusitada” y “excesiva”. Más allá de la debilidad de los argumentos de la Corte —que se limitan, prácticamente, a señalar que el “poder constituyente” no se pronunció al respecto y, por lo tanto, dejó la puerta abierta para contemplar dicha pena— lo cierto es que apelar a esa tesis no aporta sustento alguno a la iniciativa presidencial: como si los argumentos de la Corte no pudieran criticarse y como si esta Corte no adoptara muchos criterios francamente criticables. La falacia es grosera por evidente: el presidente se arropa en lo que la Corte dijo y la Corte sustenta su dicho en lo que el poder constituyente dejó de decir. Así nadie tiene que justificar su dicho.

La trampa de las penas duras es que a duras penas sirven para algo. Es cierto que las condenas, para cumplir con su función, deben consistir en hechos desagradables que sirvan para disuadir la comisión de otros delitos y para evitar que la gente se tome la justicia por su propia mano, pero no debemos olvidar la lección de Beccaria: “Uno de los más grandes frenos de los delitos no es la crueldad de las penas, sino la inhabilidad de ellas (…) La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”. La lógica es clara y no ha perdido vigencia: es la certeza de la pena, no su gravedad, no su ferocidad ni su cuantía, el elemento que más incide en la disuasión de los delitos. Tal parece que Calderón y los legisladores que eventualmente secunden su propuesta, pretenden ocultar la ineficiencia del aparato de justicia en la retórica del endurecimiento de los castigos contra los enemigos de la sociedad. Se trata de una estrategia inspirada en la política criminal de Estados Unidos que mucho viste a los políticos y, en los hechos, poco protege a los ciudadanos. ¿Por qué, de nueva cuenta, seguimos encandilados con el modelo equivocado?: en Alemania, por ejemplo, sólo el cinco por ciento de las penas se cumplen como pena privativa de libertad y la tendencia es a que la pena máxima no supere los 15 años de reclusión. Y sólo desde la ignorancia o la mala fe puede afirmarse que la sociedad americana es menos violenta o más segura que la sociedad alemana.

Las penas no son el instrumento idóneo para luchar contra la criminalidad porque las causas de la delincuencia son múltiples y variadas: el carácter psicopático de algunos individuos; las situaciones imprevistas que pueden afectar mental o emocionalmente a cualquiera de nosotros; las desavenencias familiares que estropean la socialización afectiva de miles de personas; la marginación económica de millones de personas que no tienen nada que perder y encuentran en la delincuencia la única salida a su desesperada situación; etcétera. Ante estas situaciones, en la enorme mayoría de los casos, la magnitud de la pena no gravita cuando los delitos se cometen. En otras palabras: los delincuentes no suelen calcular las consecuencias de su acción. Mucho menos cuando la impunidad es la regla.

Nadie niega que el derecho penal sea indispensable porque es el dique contra la anarquía: sin leyes, autoridades, jueces y castigos viviríamos en el Estado de naturaleza hobbesiano. En esto conviene ser claros y directos: todos conocemos el desafío que supone la delincuencia para la sociedad, compadecemos la impotencia y sufrimiento de las víctimas y acusamos la responsabilidad de los malhechores. Pero, contrario a la lógica que inspira la iniciativa calderonista, quienes estamos por un derecho penal garantista sostenemos, entre otras cosas, que: a) el castigo debe atender al acto cometido y no a la persona que lo comete; b) por lo mismo, las penas deben ser proporcionales a la gravedad de la acción realizada pero nunca deben faltar a la dignidad de la persona humana; c) ello implica rechazar no sólo la pena de muerte y las penas corporales e infamantes sino también a esa especie de muerte civil —como diría Ferrajoli— que es la cadena perpetua.

Las penas privativas de la libertad fueron la respuesta de la modernidad contra la bestialidad del derecho penal anterior y, sin embargo, adolecen de muchos inconvenientes: sustraen al delincuente de la vida en sociedad, lo que tiene un efecto disocializador difícilmente reversible; las cárceles se convierten en escuelas del crimen; las prisiones y su administración son económicamente muy costosas; etcétera. Por lo mismo, la tendencia garantista contemporánea apunta en dos sentidos: a) limitar esta clase de penas para los delitos capitales y para los delincuentes reincidentes; b) reducir su duración en vez de incrementarla. La cadena perpetua es la negación radical de esta tendencia progresista. Se trata de una pena injusta y desigual porque tiene una mayor duración para los condenados más jóvenes y, además, contradice los postulados éticos del liberalismo igualitario: castiga a la persona por lo que es y no por lo que hizo; considera al delincuente como un medio y no como un fin en sí mismo; niega la capacidad de transformación y redención que es propia de todos los seres humanos.

Lo que necesitamos son policías profesionales y capaces de prevenir los delitos, un sistema de justicia penal confiable y eficaz, penas alternativas a la prisión para castigar a los delincuentes sin inhibir su reinserción en sociedad (arresto domiciliario, servicios comunitarios, libertad vigilada, reclusión en fines de semana, retención de la licencia para conducir, etcétera). Pero, sobre todo, nunca está de más recordárselo a la derecha, nos urgen políticas sociales que combatan la pobreza y la desigualdad.

Fuente: http://www.nexos.com.mx/articulos.php?id_article=1309&id_rubrique=514

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