Gatillo fácil en mano propia
Gatillo fácil en mano propia
Además de que se piense, digamos que la inseguridad se siente. Formulado ante la sensación de inseguridad, el miedo socializado a la delincuencia y el crimen es un tema no muy estudiado. Mientras que se mantiene una atención exasperada ante el delito, la delincuencia o la institución policial, poco se reflexiona ante lo que se coloca burdamente como irracionalidad. Percepción, sensación, miedo, ante las presencias posibles del sujeto delictivo, acto obnubilado de un temido encuentro con lo fuera-de-la-ley, el crimen.Estas operaciones de amenaza son menos un reclamo razonado que un temor que traspone la esfera de lo racional y adopta un masivo componente de desestructuración subjetiva. Este sentimiento colectivo, más grave aún que el simple temor individual que irrumpe hasta con terror, se ha convertido en un movilizador de manos duras en ciertos sectores sociales que desconcierta distribuidores públicos de la fuerza punitiva. El miedo virtual, amenazante, a un delincuente potencial también se extiende, de modo difuso, en los que deben disipar la vulnerabilidad del orden. Por cierto, el miedo generalizado al crimen configura estados subjetivos que se instalan en la mayoría de los actos sociales presentes, los mismos que en sus desenlaces caracterizamos como de sentimiento de pánico. Pánico como entidad que agrupa afectos sin origen, como un mal que presume desde la incertidumbre hasta las patologías colectivas. Esta generalización de emociones propaga percepciones de las que nadie puede quedar ajeno o indiferente.
El principal problema que reside en este miedo masivo se basa en que el temor a la criminalidad es a la vez fuente de otra criminalidad. Se trata de una esfera de ilegalidad de la propia ciudadanía afectada por estos sentimientos asociados a la victimización social. Un crimen potencial fundado en el miedo al crimen configura una no menos aterrorizante fuente de peligrosidad. El armamentismo ciudadano, los controles barriales, la organización con connotaciones autoritarias, entre otras prácticas, son una peligrosa exposición a la criminalidad. Junto a la relegación del monopolio estatal de la fuerza existe pues una creciente potencialidad de fuego de la propia ciudadanía. En estas circunstancias, las noticias policiales de los medios muestran que la capacidad civil de fuego constituye menos un peligro que una necesaria protección.
Una modalidad de lo dicho es su desembozada entrada en la red comercial de compra-venta de una cierta y aparente salvaguarda del delito, tal como el alocado incremento de las empresas privadas de seguridad. Sin los debidos controles gubernamentales, esas actividades revisten un servicio comercializable de custodias que refuerzan la atomización y una institucionalización privatizante que asegura y defiende la fragmentación misma de las necesidades sociales de seguridad. Esa privatización y cierta propaganda necesitan inducir las psicopatías propias del miedo aterrorizado al crimen y una sensación social paranoica. Y, si no hay delito suficiente es menester, como con la más rudimentaria lógica de mercado liberal, producir la demanda del modo que sea. Si no hay delincuencia hay que inventarla, incluso bajo la sensación del sentimiento de pánico. Bajo esta forma casi brutal, el orden de lo público se controla con gatillos fáciles en manos privadas.
Representan una sesgada formalización semilegal y hasta ilegal que forja así una cultura de la mano propia. Poco a poco, se han convertido, por necesidad productiva o trágicas torpezas, en una fuente más de los índices de criminalidad poblacional. Gatillo fácil en mano dura: locuciones que inducen y estimulan la contextura de algo más que una convocatoria a la transgresión. La infracultura del gatillo fácil constituye el elogio de delitos que ofician de justificación moral y revancha social. El reclamo del gatillo fácil es como un culto al castigo justiciero, justificado, racionalizado, más allá de toda convicción legal-ciudadana, religiosa o moral. Se trata, sin más, de la exaltación de facto de esa misma cultura de la mano propia. Es el reemplazo y la sustitución de la potestad del poder de fuego del Estado en beneficio de la militarización o policialización de toda expresión de vida ciudadana. Los efectos de ello deben estar como mamenaza a la vista pública. Mientras que los delincuentes se arman para delinquir, la ciudadanía fortalece su poder de disparo hacia la peligrosidad de la institución que dice sostener el monopolio de la violencia en la sociedad. Se dice que si el Estado no defiende, los modos y actos de protección deben regresar a la violencia de la propia ciudadanía. La justicia por mano propia presupone la denegación de defensa, el retorno del poder de muerte a manos de la sociedad civil sectorizada en clases. Si la mano de la policía deviene fácil y recesiva, entonces una mano propia debe autorizar de facto el poder de fuego ciudadano. Se quiere a la justicia por mano propia como una restitución al ciudadano victimizado del poder de fuego estatal. Esta trágica retroacción constituye la diversificación del monopolio en gatillos sectorizados. La ciudadanía armada parece renunciar a lo que la constituye como tal; retornar del estado de derecho al estado de naturaleza. La deposición de toda acción cultural simbólica en beneficio del sentimiento de pánico configura, tal vez, el terror al más doloroso proceso de regresión histórica y social. No se trata por cierto de una alusión a cierta circularidad o pendularidad de la historia moderna, pero este registro histórico de la violencia criminal, social y policial es su germen, su destructivo antecedente.
No parece una simple figuración retórica la alusión a que la deposición estatal, la privatización de la seguridad, el armamentismo ciudadano y el recrudecimiento del delito con visos de justicia, supone una vuelta al discurso de predominio de la ley del más apto en cuanto a las propias manos y un regreso de la ley de la selva.
Fuente: Argumentos, 4, septiembre 2004
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