Identidad de Género
La formación de la Identidad de Género
Una mirada desde la filosofía
La construcción de la identidad generizada
La configuración de la identidad personal es un fenómeno muy complejo en el que intervienen muy diversos factores, desde predisposiciones individuales hasta la adquisición de diversas capacidades suscitadas en el proceso de socialización y educación, pero sin duda un factor clave en la constitución de la subjetividad es la determinación de género, eje fundamental sobre el que se organiza la identidad del sujeto.
Tradicionalmente se consideraba que el sexo era el factor determinante de las diferencias observadas entre varones y mujeres y que era el causante de las diferencias sociales existentes entre las personas sexuadas en masculino o femenino. Sin embargo, desde hace unas décadas, se reconoce que en la configuración de la identidad masculina o femenina intervienen no sólo factores genéticos sino estrategias de poder, elementos simbólicos, psicológicos, sociales, culturales etc., es decir, elementos que nada tienen que ver con la genética pero que son condicionantes muy importantes a la hora de la configuración de la identidad personal. En consecuencia hoy se afirma que en el sexo radican gran parte de las diferencias anatómicas y fisiológicas entre los hombres y las mujeres, pero que todas las demás pertenecen al dominio de lo simbólico, de lo sociológico, de lo genérico y que, por lo tanto, los individuos no nacen hechos psicológicamente como hombres o mujeres sino que la constitución de la masculinidad o de la feminidad es el resultado de un largo proceso, de una construcción, de una urdimbre que se va tejiendo en interacción con el medio familiar y social.
En esta construcción desempeña un papel muy importante lo que la feminista Teresa de Lauretis denomina “la tecnología del género”. Tecnología del género es un concepto elaborado por dicha autora a partir de la tesis foucaultiana de “tecnologías del sexo”. Foucault en el primer volumen de La Historia de la Sexualidad, La Voluntad de Saber, sostiene que la sexualidad –frente a lo que en principio pudiera pensarse- no es un impulso natural de los cuerpos sino que “el sexo, por el contrario es el elemento más especulativo, más ideal y también más interior en un dispositivo de sexualidad que el poder organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su materialidad, sus fuerzas y sus placeres”. Es decir, según Foucault, no se debe entender la sexualidad como un asunto privado, íntimo y natural sino que es totalmente construida por la cultura hegemónica, es el resultado de una “tecnología del sexo”, definida como un conjunto “de nuevas técnicas para maximizar la vida”, desarrollada y desplegada por la burguesía a partir del siglo XVIII con el propósito de asegurar su supervivencia de clase y el mantenimiento en el poder. Entre esas tecnologías del sexo incluye Foucault los sermones religiosos, las disposiciones legales, el discurso científico o médico etc., es decir, una serie de prácticas discursivas descriptivas, prescriptivas o prohibitivas, ya que en el análisis foucaultiano tanto las prohibiciones como las prescripciones o definiciones referentes a la conducta sexual lejos de inhibir o reprimir la sexualidad, la han producido y la continúan produciendo.
Paralelamente a esa “tecnología del sexo” Teresa de Lauretis habla de “la tecnología del género”, entendiendo que el género –de la misma forma que la sexualidad- no es una manifestación natural y espontánea del sexo o la expresión de unas características intrínsecas y específicas de los cuerpos sexuados en masculino o femenino, sino que los cuerpos son algo parecido a una superficie en la que van esculpiendo –no sin ciertas resistencias por parte de los sujetos- los modelos y representaciones de masculinidad y feminidad difundidos por las formas culturales hegemónicas de cada sociedad según las épocas. Entre las prácticas discursivas preponderantes que actúan de “tecnología del género” la autora incluye el sistema educativo, discursos institucionales, prácticas de la vida cotidiana, el cine, los medios de comunicación, los discursos literarios, históricos etc., es decir, todas aquellas disciplinas o prácticas que utilizan en cada momento la praxis y la cultura dominante para nombrar, definir, plasmar o representar la feminidad (o la masculinidad), pero que al tiempo que la nombran, definen, plasman o representan también la crean, así que “la construcción del género es el producto y el proceso tanto de la representación como de la autorrepresentación”.
Asimismo Teresa de Lauretis releyendo a Althusser cree que se puede afirmar que la ideología funciona como tecnología del género pues donde Althusser afirma: “toda ideología tiene la función (que la define) de “constituir” individuos concretos en cuanto sujetos”, Teresa de Lauretis afirma: “el género tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos en cuanto hombres y mujeres” con lo que también se podría establecer una conexión entre género e ideología o pensar el género como una forma de ideología y, por lo tanto, como una tecnología del género. En definitiva lo que quiere afirmar la autora es que el proceso de constitución del sujeto no se realiza sin la determinación del género, que devenimos sujetos generizados y que, por lo tanto, la feminidad (o la masculinidad) es una construcción, un procedimiento cuyo resultado es hacer de un ser del sexo biológico femenino o masculino una mujer o un hombre.
El proceso y el procedimiento de la construcción de la identidad generizada no se realiza de la misma manera en las niñas que en los niños, ya que los géneros, o lo que es lo mismo, las normas diferenciadas elaboradas por cada sociedad para cada sexo no tienen la misma consideración social, existiendo una clara jerarquía entre ellas. Esa asimetría se internaliza en el proceso de adquisición de la identidad de género, que se inicia desde el nacimiento con una socialización diferencial, mediante la que se logra que los individuos adapten su comportamiento y su identidad a los modelos y a las expectativas creadas por la sociedad para los sujetos masculinos o femeninos.
La jerarquía o asimetría que exhiben los géneros es una manifestación de la bipolaridad inherente a la estructura lógica del pensamiento occidental, fundamentada en el dualismo ontológico de Platón. La consecuencia del dualismo platónico es la estructuración de nuestro sistema de pensamiento de una forma dual de modo que cada componente de ese ordenamiento dimórfico tiene su opuesto con lo que se constituye una organización bipolar tal y como se puede observar en las siguientes bivalencias: espíritu/naturaleza, mente/cuerpo, alto/bajo, blanco/negro, verdadero/falso u hombre/mujer. Los dos términos de la bipolaridad, sin embargo, no tienen el mismo valor, pues uno siempre es positivo y el otro negativo, produciéndose una jerarquización entre las partes, una priorización del primer término sobre el segundo y una importante dicotomización de la realidad debido al efecto de polaridad paralela que enlaza polos positivos con otros positivos (por ejemplo el concepto “alto” lo asociamos con ideas como “elevado” o “superior” y “blanco” con “níveo” o “angelical”) y polos negativos con otros negativos (el vocablo “bajo” lo enlazamos con nociones como “inferior” o “ínfimo” y “negro” con “oscuro” o “tenebroso”) lo que confirma y refuerza la jerarquía.
La lógica binaria aplicada al par hombre/mujer justifica una concepción asimétrica de los sexos, que el varón (identificado con la Cultura) haya sido considerado superior a la mujer (asimilada a la Naturaleza) y que la mujer haya sido estimada como lo otro, pero lo otro en el sistema dicotómico occidental no accede propiamente al estatuto humano, a la racionalidad, ya que está íntimamente ligado al cuerpo, a la naturaleza, a lo irracional. De hecho desde Platón se piensa que la mujer está distanciada del logos, que sólo participa fragmentariamente e inapropiadamente de la racionalidad. Esto es lo que explica el carácter androcéntrico de nuestra cultura, es decir, el hecho de que el varón se establezca como medida y canon de todas las cosas y que las mujeres hayan sido pensadas como un ser imperfecto, castrado respecto al prototipo de la humanidad.
La feminidad como formato normativo de género
En la civilización occidental las mujeres han sido objetualizadas, cosificadas, reducidas a lo que en la jerga filosófica se denomina ser-en-sí, no teniendo acceso a la autoconciencia, al ser-para-sí, a la autorrepresentación, es decir, a la posibilidad de ser sujeto, de tener capacidad de nombrar y significar el mundo. Esta infravaloración fue debida a que “el varón según ratificaron grandes filósofos y pensadores como Schopenhauer, Nietzsche, Hegel y Kierkegaard... fue considerado superior a la mujer, lo cual condujo a que ésta fuese configurada como espejo de las necesidades del hombre, encarnando la sumisión, la pasividad, la belleza y la capacidad nutricia. Este constructo cultural vinculó a la mujer al cuidado de los hijos y de la familia y la mantuvo alejada de las decisiones del Estado”.
Este alejamiento de la mujer del mundo de la cultura y de la política es lo que explica que la feminidad haya sido objeto de una heterodesignación, que hayan sido los varones los que tradicionalmente han definido lo femenino y que la construcción de la feminidad haya sido una construcción en negativo de lo masculino, haya sido una construcción especular, quedando la mujer reducida a un espejo “dotado del mágico y delicioso poder de reflejar la silueta del hombre del tamaño doble del natural”.
El icono de la mujer como soporte en el que el varón puede reflejarse es muy utilizado en el orden patriarcal y muy importante para la configuración de la identidad masculina, pues verse en los ojos de un ser lo suficientemente próximo le permite reafirmar su identidad viril. Esta posibilidad de reflejarse no se da para la mujer porque ella queda reducida a objeto reflectante, cosificada. Para acabar con esa objetualización, para alcanzar el estatuto de sujeto, para poder hablar y significar el mundo por sí misma y para poder configurar su autorrepresentación las mujeres tuvieron que recorrer un largo camino. El camino no sólo ha sido largo sino lleno de escollos ya que en Occidente durante siglos los saberes hegemónicos, es decir, la religión, la ciencia, la medicina, la filosofía etc. han actuado como discursos legitimadores de la desigualdad en las relaciones de poder entre los sexos. Particular importancia tuvo la filosofía ya que “la más alta, difícil y abstracta reflexión de las humanidades, es uno de los vehículos conceptuales de sexuación, quizá el principal” y fue una de la prácticas discursivas utilizadas por la elite dominante como discurso de legitimación de una ideología patriarcal.
Desde sus orígenes la filosofía, por lo menos la filosofía hegemónica, definió a la mujer de una forma especular, subrayando la polaridad entre los géneros, valiéndose para ello de la caracterización de la filosofía como un saber que va más allá de las apariencias sensibles, que se preocupa sólo por el ser (la esencia, la sustancia, la idea), por una realidad inmóvil, imperecedera, siempre idéntica a sí misma, que no deviene y no cambia, y que se despreocupa del mundo de las cosas reales, contingentes, perecederas . Esta dicotomización encuentra su fundamentación metafísica en el dualismo ontológico de Platón, creador del logocentrismo y de la metafísica de la identidad, en virtud del cual la realidad se presenta dividida en dos mundos distintos y contrapuestos: por una parte, el mundo superior, invisible, eterno e inmutable de las ideas y, por otra, el universo físico, visible, material, sujeto a cambio y a mutación. A su vez el dualismo ontológico platónico da pie a un dualismo antropológico que, consecuentemente con los principios metafísicos en los que se basa, defiende la idea de que es el alma, la mente o la razón la que permite trascender lo meramente corporal, lo casi animalesco y alcanzar la dignidad humana. Dicho estatuto humano según la filosofía platónica lo encarnarían sólo los varones, ya que las mujeres tienen una capacidad racional disminuida.
La filosofía de Platón es, pues, la causante de una importante jerarquía entre espíritu y naturaleza, mente y cuerpo, hombre y mujer etc., pero hay que tener en cuenta que Platón admite todavía una cierta interconexión entre ambos mundos, pues para nuestro autor la filosofía es amor a la sabiduría y no solamente la posesión de la sabiduría por lo que “eros” (el amor) desempeña un papel muy importante de mediador, de intermediario entre el mundo sensible y el inteligible, aunque ciertamente eros estará reservado sólo a los varones, los únicos que son capaces de dar a luz a la filosofía, al orden simbólico.
La separación, el desgajamiento, la jerarquía entre el mundo sensible y el inteligible se agrava –contrariamente a lo que en principio pudiera pensarse- en la modernidad. La modernidad acentúa el dualismo platónico ya que con Descartes y el cartesianismo pasión y racionalidad se consideran dos extremos irreconciliables. Es, entonces, en la modernidad cuando el dualismo mente/cuerpo, espíritu/naturaleza, razón/pasión o sentimiento se agudiza, ya que según Descartes “no soy, pues, hablando con exactitud, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón” y –sigue afirmando Descartes- “sin el cuerpo puedo ser o existir”, con lo que el sujeto queda reducido a pura sustancia pensante, siendo el cuerpo totalmente inesencial. De este modo el concepto de individuo o de persona que el cartesianismo crea es el de un sujeto autónomo que no depende de otros yoes ni de ninguna cosa fuera de sí y que considera al cuerpo, y por lo tanto a las emociones y a los sentimientos, como una parte insignificante y despreciable. Esta concepción de la subjetividad totalmente racional, imperturbable, autosuficiente, negadora del cuerpo y de la relación con los otros sujetos favorece la clásica economía binaria entre el principio activo del logos masculino y la pasividad de la corporeidad femenina, al tiempo que permite utilizar la contraposición razón/emoción, cultura/naturaleza para justificar la discriminación de las mujeres por su falta de control emocional.
El modelo de subjetividad cartesiano fue defendido posteriormente por los más ilustres representantes de la ilustración, como Kant o Rousseau. Kant insiste en un modelo de sujeto guiado exclusivamente por la razón y totalmente alejado de las pasiones, de las emociones, de los deseos. La moral kantiana forja el ideal de un sujeto moral autosuficiente, un sujeto individualista, autónomo, que se aleja de los sentimientos, de las emociones, de las relaciones personales y de la ayuda de los demás, porque si no lo hace así se revela dependiente e incapaz de alcanzar la plena madurez. Este ideal de sujeto autocontrolado, independiente, desvinculado del cuerpo y de las relaciones personales excluye una vez más a las mujeres, las que difícilmente se acoplan a ese modelo individualista, negador del cuerpo, de los afectos y de los vínculos personales.
Por su parte Rousseau define a la mujer en relación al varón. Sofía está destinada a ser la esposa de Emilio, su educación ha de estar orientada a satisfacer las necesidades físicas, afectivas y sexuales del varón, por lo que el varón sigue siendo el prototipo, el canon, la medida. En palabras del propio Rousseau: “Toda la educación de las mujeres debe referirse a los hombres. Agradarles, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de adultos, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce: he ahí los deberes de las mujeres en todo tiempo, y lo que debe enseñárseles desde la infancia”.
Este discurso discriminador difundido por importantes filósofos, pedagogos e ideólogos modernos es consolidado por los dictámenes científicos de la época. “Hacia mediados del siglo XVIII, Pierre Roussel inaugura la serie de tratados sobre la mujer de la Medicina llamada filosófica por su combinación de principios metafísicos y observación empírica... Estos médicos filósofos sostenían que la diferencia biológica que existe entre los sexos es la causa de la diferencia de funciones y espacios sociales... Los hombres debían ocuparse de la perfectibilidad de la humanidad, asumiendo todas aquellas acciones ... necesarias para el progreso de la humanidad (educación, organización democrática y racional de los aspectos económicos, culturales, sanitarios etc. de la sociedad). Las mujeres, como seres dominados por su biología, habían de dedicarse al perfeccionamiento de la especie”. Es decir, debían quedar confinadas al ámbito doméstico y reducidas al papel de madre y esposa.
En contra de esos dictámenes se propagaban otras filosofías que defendían una concepción igualitaria de los sexos, destacando particularmente Poullain de la Barre con su obra de L´égalité des deux sexes (1673), Condorcet (1743-1794) en su Ensayo sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía (1790), Olympe de Gouges (1748-1793) con su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791), Mary Wollstonecraft (1757-1797) con Vindicación de los Derechos de la Mujer. Todos ellos insisten en que es el prejuicio o la costumbre lo que induce a pensar que los varones son superiores a las mujeres, pero que si se atiende a los dictados de la razón se ha de concluir que todos los seres humanos son iguales pues “el cerebro no tiene sexo”. Ahora bien, a pesar de la exigencia de igualdad de estos pensadores/as, las relaciones del feminismo con la modernidad y con el proyecto ilustrado no están exentas de problemas, tensiones y paradojas, pues la Modernidad erigió una concepción del sujeto y del ciudadano de espaldas a las mujeres, excluyéndolas del ámbito público, negándoles el disfrute de los derechos civiles y políticos y deslegitimando filosóficamente –por lo menos por parte de sus más eximios representantes- que las mujeres pudieran ser alumbradas por las luces de la razón como muy elocuentemente lo describe la filósofa Adriana Cavarero en el siguiente fragmento:
“En el desarrollo histórico que ve surgir el Estado Moderno y la moderna democracia, un viejo orden político basado en la desigualdad entre los hombres es suplantado por un nuevo orden político basado en la igualdad entre los hombres. En sus orígenes, el principio de igualdad se aplica sólo a los sujetos masculinos. La hipótesis teórica que funda el principio de igualdad en que “todos los hombres son iguales por naturaleza” está pensada sólo para el sexo masculino... Pensado sólo para los hombres, el principio de igualdad –en principio- no es que excluya a las mujeres, es que no las toma en consideración. Las mujeres están desterradas de la esfera pública –son por lo tanto invisibles e impensables- en la que el modelo igualitario erige su lema revolucionario. Se asocian naturalmente a la esfera privada y sólo en ellas son visibles... La exclusión de las mujeres no es un proceso accidental que se va regularizando con el tiempo como pasó con algunos sectores de varones. Se trata de una exclusión primaria, inscripta en el sostenimiento exclusivamente masculino del principio. Pensado por los hombres y para los hombres, el principio de igualdad deja intocable y refuerza aquella natural distinción, entre una esfera pública masculina y una esfera doméstica femenina, que hace de las mujeres unos sujetos políticamente impensables, o sea unos no-sujetos”.
A pesar de todas las contradicciones, limitaciones y paradojas subyacentes al pensamiento ilustrado, dicho sistema filosófico fue más propicio que otros para las mujeres, ya que la proclamación de la razón, de una razón descorporeizada permitió que se ubicara también a las mujeres en el ámbito de la conciencia y que varias/os ilustradas/os postularan la misma capacidad de autonomía y de racionalidad para los dos sexos. Estas tesis defendidas por las/los teóricas/os ilustradas/os más radicales suponen un duro golpe para la misoginia clásica, aunque como advierte Marta Azpeitia:
“(El racionalismo ilustrado) tal vez no fuera el mejor compañero posible, cargado como iba con su equipaje dualista, su olvido del cuerpo y su concepción de un alma o mente supuestamente neutra, abstraída de toda determinación corporal –no olvidemos que la división mente-cuerpo venía cargada de paralelos tradicionales con la división hombre-mujer-, pero se convirtió en un modelo muy influyente en los defensores de la igualdad entre hombres y mujeres por su capacidad para proporcionar armas argumentativas”.
De la heterodesignación a la autorrepresentación
Epistemológicamente el acceso de las mujeres a la categoría de sujeto, a la autorrepresentación ha sido posible después de que éstas emprendieran un importante proceso de deconstrucción de su imagen especular. Esto no quiere significar que no haya habido previamente mujeres que se negaran a ser el objeto que refleja la imagen esperada por el sujeto masculino, mujeres que mantuvieron una postura resistente o disidente con los modelos establecidos de masculinidad y feminidad, que actuaron –en terminología del V. Woolf o I. Zabala- como excéntricas o extrañas, que se rebelaron contra las definiciones de género de su época, que se posicionaron como sujetos y buscaron sentido a su ser mujer en posiciones críticas al sistema, en saberes alternativos o marginales. Esta postura de disidencia se incrementa enormemente en los últimos tiempos a partir de la labor de cuestionamiento sistemático del sistema patriarcal llevada a cabo por el feminismo, o mejor los feminismos, en alianza con diferentes corrientes hermenéuticas, críticas y con el método deconstructivo derrideano.
La lógica derrideana de reconocimiento de la alteridad ha sido aprovechada por el feminismo para criticar la concepción hegemónica y asimétrica de los sexos. No se trata de invertir la asimetría tradicional de forma que ahora lo otro, lo femenino, ocupe el primer término, puesto que ello significaría simplemente continuar hablando desde el mismo sistema que se critica sino de hablar desde dentro y fuera del sistema, desde dentro y fuera de la ideología patriarcal para señalar los puntos ciegos de su lógica, sus contradicciones y paradojas. Se trata más bien de subvertir que de invertir la lógica maniquea que privilegia siempre una parte sobre otra. Esta subversión se viene realizando desde la década de los setenta del siglo XX mediante la impugnación de un sistema legal y de una organización simbólica y política que excluye a las mujeres.
En nuestros días, sin olvidar la importante tarea de reivindicar la incorporación de las mujeres al ámbito público y la desaparición de todos aquellos handicaps que las excluyen, marginan o discriminan, muchas feministas consideran que es muy importante no sólo conseguir determinadas condiciones materiales para las mujeres sino que es preciso que éstas sean capaces de producir orden simbólico, es decir, que no se queden sólo a nivel crítico, reactivo o deconstructivo sino que aboguen por la creación de nuevas configuraciones de la identidad femenina. Para ello se considera imprescindible un cambio de mentalidad, una revolución cultural, un cambio de orden simbólico que permita la conceptualización de nociones de subjetividad alternativas al modelo cartesiano.
La tarea de reconstrucción de la identidad femenina es emprendida por varias filósofas feministas, quienes plantean la necesidad de recodificar y renombrar al sujeto femenino ya no como otro sujeto soberano, jerárquico y excluyente, no como uno “sino más bien como una entidad que se divide una y otra vez en un arco iris de posibilidades aún no codificadas”. Proceden a construir una nueva subjetividad femenina, a resignificar el sujeto femenino, teniendo en cuenta que el término “mujer” no tiene un único significado, que las mujeres no son una realidad monolítica sino que dependen de múltiples experiencias y de múltiples variables que se superponen como la clase, la raza, la preferencia sexual, el estilo de vida etc. Por este motivo a la hora de reinventarse a sí mismas y de presentar nociones de subjetividad alternativas no recurren a conceptos como ser, sustancia, sujeto etc. sino a categorías conceptuales como fluidez, multiplicidad, intercorporalidad, nomadismo etc., es decir, conceptos que parten de una visión comprensiva de los binomios espíritu/naturaleza, mente/cuerpo, sujeto/objeto etc. y que favorecen una definición del sujeto como múltiple, transfronterizo, relacional, interconectado y de final abierto.
En cualquier caso este proceso de reconstrucción de la subjetividad femenina se plantea como una tarea incipiente y ardua, a la que se le presentan numerosas resistencias. Para vencer esas resistencias y para difundir un concepto de individuo que concilie las características que el género ha separado y jerarquizado es muy importante la educación, pero una educación no androcéntrica, una educación que resignifique los modelos y valores con los que la cultura occidental ha construido lo femenino con el fin de que las mujeres dejen de ser concebidas como jerárquicamente inferiores. Para ello es indispensable que la educación, hoy denominada coeducación, no se limite a impartir y difundir mediante el currículum explícito y el currículum oculto unos valores aparentemente neutrales pero que siguen siendo androcéndricos, castrantes y limitadores a la hora de configurar la identidad personal. Es necesario que la educación fomente una cultura del mestizaje, integrada por valores y referentes asociados a la masculinidad y a la feminidad, en la que los comportamientos, conductas y formas de relacionarse femeninas se valoren como una manifestación de la diferencia y no de la desigualdad.
A la hora de planificar una educación no androcéntrica surgen numerosos debates dentro de la propia teoría feminista acerca de si la educación debe fomentar la cancelación de los géneros, provocar la potenciación de los dos géneros o activar la proliferación de géneros. La apuesta por alguna de estas alternativas depende de la respuesta que se dé a los siguientes interrogantes: Hombres y mujeres ¿somos iguales? ¿somos diferentes? ¿en qué, por qué, para qué somos diferentes? Las respuestas a esas preguntas difieren epistemológicamente, filosóficamente y políticamente por parte de los tres grandes paradigmas existentes actualmente en la teoría feminista -el feminismo igualitarista, feminismo postmoderno y postestructuralista- por lo que sus propuestas educativas son también diferentes.
Género en disputa
Género en disputa es la traducción al castellano del libro de Judith Butler, Gender Trouble. Dicha traducción no parece la más exacta para el título inglés, pero en este apartado utilizamos ese enunciado para presentar los debates, disputas y contestaciones a que dio lugar la teoría del género, teoría que acaba proclamando la abolición de los géneros y desembocando en la homologación de las mujeres entre sí y en la asimilación de las mujeres al paradigma masculino. Ante esta situación diversos grupos o colectivos de mujeres denuncian la categoría de género como una ficción unitaria y excluyente que bajo la pretensión de universalidad, imparcialidad e igualdad sólo representa a las mujeres heterosexuales, blancas y de clase media de los países occidentales. Las mujeres negras, lesbianas o las mujeres que reivindican el valor de contextos culturales específicos comienzan a plantear que las mujeres no son un grupo homogéneo, que son diversas entre sí y que esa diversidad marca diferencias sustantivas tanto en la teoría como en la práctica. Por otra parte el feminismo cultural, heredero del feminismo radical, enfatiza la identidad específica de las mujeres frente a la de los varones y, por último, el feminismo postmoderno o postestructuralista propone una concepción de la persona no vinculada a unas características o propiedades universales sino más ligada a un contexto, a una cultura, a una situación social concreta.
El punto de partida de estos debates es la teoría sexo/género por lo que comenzaremos exponiendo sus presupuestos filosóficos y epistemológicos para presentar, a continuación, las contestaciones o cuestionamientos de dicha teoría.
La teoría sexo género
Según las teóricas feministas Donna Haraway, Teresa de Lauretis o Rosi Braidotti el concepto de género no fue originariamente feminista sino que sus primeras conceptualizaciones, en el sentido en que lo entendemos en la actualidad, proceden del campo de la medicina, biología o lingüística. Ya en la década de los cincuenta Jhon Money y Patricia Tucken utilizaron el concepto de identidad de género en su libro Asignaturas Sexuales. En 1968 el término género aparece en el título del libro de Robert Stoller Sex and Gender y en 1972 en el trabajo de Ann Oakley titulado Sex, Gender and Society. En esos libros ya se presenta el término sexo asociado a las características biológicas que diferencian a los machos de las hembras o a los varones de las mujeres, y el concepto de género vinculado a la cultura y a la definición de la masculinidad y de la feminidad realizada por las diversas culturas.
En la teoría feminista los antecedentes del concepto de género se pueden encontrar en la obra de Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo, publicada en 1949 y en la que se afirma: “No se nace mujer, llega una a serlo”, con lo que se quiere significar que la feminidad no deriva de una supuesta naturaleza biológica sino que es adquirida a partir de un complejo proceso cuyo resultado es hacer de un ser del sexo biológico femenino (o masculino) una mujer (o un hombre). De esta forma Simone de Beauvoir inicia la crítica a los argumentos naturalistas y deterministas que justificaban la inferioridad del sexo femenino al tiempo que enfatiza la importancia desempeñada por la cultura, las tradiciones o la historia para que las mujeres se conviertan en el segundo sexo.
Posteriormente, en la década de los setenta, el feminismo anglosajón teoriza y sistematiza las tesis de Simone de Beauvoir. La nueva teorización se presentó y concretizó en el concepto de género, concepto que se manifestó en principio muy liberador para las mujeres al permitir combatir las tesis biologicistas que condicionaban el estatus y rol de las mujeres a su anatomía.
La primera sistematización del sistema sexo/género la presenta la antropóloga Gayle Rubin en un artículo titulado “The Traffic in Womwen: Notes on the Political Economy of Sex”, publicado en 1975, en el que defiende que todas las relaciones sociales están generizadas y que son esas relaciones sociales –y no la biología- lo que contribuye a la opresión de las mujeres. A esta conclusión llega al tratar de dar respuesta a la siguiente pregunta:
“¿Qué es una mujer domesticada? Una hembra de la especie. Una explicación es tan buena como la otra. Una mujer es una mujer. Sólo se convierte en doméstica, esposa, mercancía, conejito de Playboy, prostituta o dictáfono humano en determinadas relaciones. Fuera de esas relaciones no es la ayudante del hombre… ¿Cuáles son, entonces, esas relaciones en las que una hembra se convierte en una mujer oprimida?”
Rubin afirma que la domesticación de las hembras humanas, la opresión de las mujeres no es un hecho natural, es un producto social que se lleva a cabo por medio de un sistema de parentesco controlado por los varones, es lo que llama sistema sexo/género, entendido como “un conjunto de disposiciones por el cual la materia biológica del sexo y la procreación humana son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de esas convenciones”.
Basándose en la obra de Levi Strauss, Las estructuras elementales de parentesco, afirma que en las sociedades primitivas la primaria organización social de la actividad económica, política, ceremonial y sexual son las estructuras de parentesco. Uno de los elementos claves de estas estructuras de parentesco es el “regalo” o “don”. En esas sociedades circulan todo clase de cosas: alimentos, hechizos, rituales, palabras, nombres, adornos, herramientas y poderes. En esas transacciones ninguna de las partes gana nada, existe reciprocidad. Existe, sin embargo, un intercambio, el principal regalo que puede intercambiarse, la mujer, en el que la relación que se establece no es sólo de reciprocidad sino de parentesco ya que la mujer se intercambia para ser esposa.
A partir de este análisis Gayle Rubin acuña el concepto de sexo/género al descubrir que las propias relaciones de parentesco están generizadas y jerarquizadas al existir un sujeto capaz de convertir a alguien en objeto. Si los hombres dan a las mujeres es que éstas no pueden darse a sí mismas. Y si la forma básica del intercambio es el matrimonio, la heterosexualidad está implícita como opción permitida. Por lo tato –afirma Rubin- en el intercambio de mujeres hay que situar el origen de la opresión de las mujeres, en el sistema social, no en la biología. Posteriormente en un trabajo titulado Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad se corrige a sí misma por no haber distinguido entre género y sexualidad y por haber podido transmitir la idea de que el sexo es una realidad natural, constante, universal y ajena a la historia, cuando es una realidad política y organizada en sistemas de poder que alientan determinadas prácticas o individuos en tanto que castigan o reprimen a otros. La promoción de la heterosexualidad por parte de esos sistemas de poder será un hecho fundamental en la opresión de las mujeres y en el entendimiento del género como sistema jerárquico. En cualquier caso estas matizaciones a las conclusiones del primer trabajo no desdicen las principales conclusiones del mismo.
La teoría sexo-género de Gayle Rubin sufrió numerosas redefiniciones, delimitaciones, aplicaciones a distintos ámbitos del saber pero casi todas ellas coinciden en un ideal proclamado ya por la propia Gayle Rubin en el Tráfico de las mujeres:
“El sueño que me parece más atractivo es el de la sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que uno hace y con quién hace el amor” .
De la misma opinión es Sheila Benhabib, representante de la teoría crítica del género, quien también aspira al reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres merced a la configuración de la identidad de ambos sexos de acuerdo con una metaidentidad común a hombres y mujeres en la que se aglutinen aspectos del “otro generalizado” y del “otro concreto”, o lo que es lo mismo, elementos de la función instrumental (asociada a los varones) y de la función expresiva (vinculada a las mujeres) con el fin de construir individuos capaces de asumir una identidad más global .
Feminismos postmodernos y postestructuralistas
El sueño expresado por Gayle Rubin y por otras teóricas del género es más bien una pesadilla para las teóricas de la diferencia sexual. Para la filósofa, feminista y psicoanalista Luce Irigaray la neutralización del sexo significa el fin de la especie humana. En sus propias palabras:
“Querer suprimir la diferencia sexual implica el genocidio más radical de cuantas formas de destrucción ha conocido la historia. Lo realmente importante es elaborar una cultura de lo sexual, desde el respeto a los dos géneros”
Pero ¿qué es una cultura de lo sexual respetuosa de los dos géneros? ¿Qué es la diferencia sexual? A estas preguntas responden Luce Irigaray y Rosi Braidotti, entre otras, tratando de desligar la idea de diferencia de la lógica dualista en la que se ha inscrito tradicionalmente como marca de peyorativización, a fin de que pueda expresar el valor positivo de ser “distinto de” la norma masculina, blanca y de clase media. El punto de partida de ambas es la filosofía postmoderna y postestructuralista, es decir, una filosofía que postula una nueva cultura, la cultura de la fragmentación, de la multiplicidad, de la diversidad, del reconocimiento de la diferencia, de la alteridad, del otro/a. Esta nueva cultura está propiciada por la filosofía de la diferencia francesa (sobre todo por la ontología de Deleuze y Guattari, conformada por conceptos como devenires, flujos, rizomas, nómadas etc. que nada tiene que ver con los conceptos de ser, sustancia, sujeto etc. de la filosofía clásica o de la filosofía moderna), por el método deconstructivo derrideano (interesado en la deconstrucción tanto del logocentrismo como de la metafísica de la identidad y en la afirmación de la alteridad), por el psicoanálisis freudiano y lacaniano y por el postestructuralismo de Foucault (sobre todo en su concepción posthumanista del sujeto).
Basándose en esos presupuestos las corrientes feministas postmodernas se proponen romper con las pautas de identificación masculina y presentar nuevas conceptualizaciones de las identidades femeninas. La primera ruptura importante que postulan es el reconocimiento de la diferencia sexual y la afirmación de que las mujeres pensamos a través del propio cuerpo por lo que resultan totalmente inaceptables aquellas teorías (incluida la teoría sexo/género que sigue manteniendo el dualismo naturaleza/sexo/cuerpo// cultura/género/mente) que escinden el cuerpo del pensamiento. Si bien el cuerpo no se ha de entender como una cosa natural, como una noción esencialista o meramente biológica sino como una entidad social, codificada socialmente, “como una interfaz, un umbral, un campo de fuerzas incesantes donde se inscriben numerosos códigos”
Una de las primeras en proclamar la diferencia sexual fue Luce Irigaray para quien “la diferencia sexual representa una de las cuestiones o la cuestión que hay que pensar en nuestro tiempo”. Para esta autora todavía hay que luchar por la igualdad de salarios, de derechos sociales, contra la discriminación en el empleo o en los estudios, pero la mera equiparación con los hombres no es suficiente, pues las mujeres “simplemente “iguales” a los hombres serían “como ellos” y, por lo tanto, no serían mujeres… Una vez más la diferencia de los sexos quedaría anulada, desconocida, recubierta”.
Para las teóricas de la diferencia sexual la neutralización de la diferencia postulada por el feminismo igualitarista no sirve para nada, excepto para favorecer un nuevo tipo de colonización, de sometimiento de los sexos, las razas o las generaciones a un modelo único de identidad humana, de cultura, de civilización. Hacer a la mujer igual al hombre, o al negro igual al blanco, es partir de una actitud paternalista, de sumisión a los modelos definidos por el hombre occidental que no acepta cohabitar con otros. Si se quiere repudiar el sexismo, el racismo etc., es preciso aceptar las diferencias no sólo en términos legales o formales sino también en el reconocimiento más profundo de que únicamente la multiplicidad, la complejidad y la diversidad pueden ayudarnos a enfrentar los retos de nuestro tiempo. Para ello es preciso iniciar una nueva etapa civilizatoria capaz de acabar con la cultura que durante milenios defendió un sujeto único, solipsista y egocéntrico e instaurar una cultura que no sea de dominio sino más democrática, más de intercambio vital, cultural, de palabras, de gestos. Se trata de llegar a una nueva fase de la civilización, un período en el que los intercambios de objetos y, en particular, de mujeres no sean la base de la construcción del orden social. Esta nueva etapa comienza con el reconocimiento de que “el universal es dos: es masculino y femenino”, es decir, “el sujeto no es uno ni único, es dos”, de que hombres y mujeres son dos sujetos diferentes no sometidos el uno al otro. Esta nueva etapa ha de estar presidida por una nueva cultura, una cultura de lo sexual que respete a los dos géneros y ésta sólo es posible desde la reinvención de nosotras mismas, de nuestra identidad, de una nueva interpretación simbólica de nuestros cuerpos y de la creación de una genealogía femenina.
La reinvención de nosotras mismas, de la subjetividad femenina ha de ser una actividad colectiva, sometida a resignificaciones continuas, puesto que el término mujer/feminidad/subjetividad femenina no constituye una esencia monolítica sino el sitio de conjuntos múltiples, complejos y potencialmente contradictorios de experiencias, definidas por variables yuxtapuestas. La reelaboración de la subjetividad femenina pretende ser un paso hacia delante y no hacia atrás, un acto de autolegitimación de las propias mujeres; no se trata de glorificar la feminidad arcaica y heterodesignada por el sistema patriarcal sino de registrar un modo de autorrepresentación, de autoafirmación en el que el hecho de ser mujer tenga una connotación positiva y cuyo punto de partida es la afirmación de Adriana Cavarero de que “la mujer debe ser algo más que un no-varon y diferente de un no-varón” y cuya táctica epistemológica y política es la potenciación de lo femenino, la implementación del devenir mujer y de hablar como mujer, si bien sin prescribir cómo ha de ser ese devenir femenino o su habla. Lo único que se puede hacer es comenzar a caracterizar esa subjetividad autónoma femenina entendiendo que esos referentes son provisionales, fluidos, múltiples, sometidos a revisión continua. Por eso Rosi Braidotti propone una subjetividad femenina nómade, es decir, una identidad que se está configurando en un continuo devenir como una identidad fluida, versátil, sin fronteras, abierta a nuevas posibilidades y con una gran potencial para resignificar el mundo y las cosas. La autora la define en los siguientes términos:
“La subjetividad nómade se refiere al devenir… Necesitamos una identidad (sexual, racional, social) pero no una identidad fijada, válida para todos los tiempos. Necesitamos puntos parciales de anclaje… que actúen como puntos de referencia simbólicos Quiero una cultura del júbilo y quiero la afirmación jubilosa de la positividad en lugar del peso de los dogmatismos y moralismos”.
Esta cultura de la positividad, de la autoafirmación de las diferencias, del reconocimiento del nomadismo feminista, se propone favorecer la multiplicidad, la complejidad, y combatir el esencialismo, el racismo, el sexismo, la violencia de género, desmantelando las estructuras de poder que sustentan las oposiciones dialécticas de los sexos, aunque respetando la diversidad de las mujeres y la multiplicidad dentro de cada mujer.
Para favorecer la difusión de esa nueva cultura se considera fundamental que la educación reconozca la diferencia sexual, lo que supone un cambio radical en la educación tal y como se imparte hoy. En la actualidad la llamada coeducación o educación mixta se define como neutral, pero diversos estudios e investigaciones han evidenciado que está claramente sesgada desde el punto de vista androcéntrico tanto por lo que se refiere al currículo explícito como al currículo oculto. También está sesgada –afirma Luce Irigaray- porque favorece el desarrollo de la subjetividad masculina, ya que tanto la educación formal como la educación no formal prima aquellos valores que intervienen en la configuración de la identidad de los varones, entre los que podríamos señalar:
1/ La formación de un sujeto a través de un saber adquirir y no de un devenir en función de la relación con los otros sujetos.
2/ La adquisición de conocimientos, de instrumentos, de destrezas más que de reglas de civilidad que fomenten la vida comunitaria.
3/ Una actitud de enfrentamiento entre el sujeto y la naturaleza y un sentido de dominio del sujeto sobre el mundo, en vez de un talante de respeto y de conocimiento de la vida y del universo.
4/ El ingreso de cada sujeto en un universo atomizado y aislado.
5/ El sometimiento a una tradición más que la preocupación por el presente y la planificación de un futuro más libre.
6/ La adquisición de ideas y nociones abstractas en menoscabo de la atención a la realidad más contextual.
Este tipo de educación es más o menos ajustada a la subjetividad masculina, interesada en la relación con los objetos y en adquirir saberes y capacidades que le sirvan para conquistar el mundo, pero poco interesada en las relaciones con los otros y menos aún con las otras. Sin embargo es poco apropiada para que las niñas configuren su propia subjetividad, caracterizada por ser fundamentalmente relacional, por estar más interesada en establecer vínculos con los sujetos que con los objetos tal y como demuestran varias investigaciones llevadas a cabo por la autora, cuyos análisis y resultados presenta en varias de sus obras, entre otras en “La questione dell´altro”, contenido en La democrazia cominzia a due. En estas investigaciones se confirma el importante carácter intersubjetivo que se establece en la relación entre la hija y la madre. Si se analizan los enunciados que le dirige la niña a la madre se puede observar cómo la niña reconoce la existencia de dos sujetos, con derecho a la palabra los dos. También se interesa por desempeñar una actividad conjunta entre los dos sujetos, como queda patente en las siguientes expresiones que dirige la niña a la madre y que son prototípicas en su relación: “Mamá, ¿quieres jugar conmigo? O “Mamá ¿puedo peinarte? En este sentido la niña podría ser un modelo de respeto y de reconocimiento del otro, del tú, incluida su madre, la que se dirige a la hija dando órdenes, negando el tú de la niña. Los enunciados que dirige la madre a la niña son del tipo: “Ordena tu cuarto antes de ver la televisión” o “Tráeme la leche al volver del colegio”. La madre da órdenes la niña sin prever un derecho a la palabra por parte de los dos sujetos y no atiende a la petición de la niña de desempeñar actividades conjuntamente. Extrañamente la madre habla de otro modo al niño, respetando en mucho mayor grado su identidad. Los enunciados dirigidos al niño son más respetuosos de su subjetividad y de reconocimiento de su derecho a la palabra. Son, más o menos, del siguiente modo: “¿Quieres que vaya a darte un beso a la cama antes de dormirte?”. Por su parte, el niño emplea una lengua más imperativa, al estilo de un pequeño jefe: “Quiero jugar al balón”. La madre reconoce en el hijo un tú, el tú que le regala a ella su hija.
Este interés de la niña por el otro/a, por el tú, por el diálogo se verá mermado al ingresar en la cultura masculina y quedar sometido el tú-ella en el él/ellos desde el punto de vista lingüístico y como representante de la especie humana. No obstante, las chicas no renuncian a la relación con el otro como pone de manifiesto la autora en otras investigaciones, en las que se observa que las adolescentes y las mujeres adultas priman las relaciones con otro sujeto, en tanto que los adolescentes y los varones priman las relaciones con los objetos.
Todo esto demuestra que a las mujeres y a los hombres corresponden configuraciones subjetivas diferentes y que las chicas manifiestan una mayor tendencia relacional, pero esa tendencia debe educarse y los programas educativos aún no atienden esa necesidad, pues están más orientados al mundo del tener que del ser. Interesa, pues, un cambio educativo con el fin de fomentar ciertos valores de comunicación y no sólo de transmisión de información, de forma que las relaciones entre las personas sean prioritarias, en tanto que las relaciones con los bienes y las cosas no sean más que una consecuencia de la anterior. Entonces el objetivo fundamental de la educación no será formar a la juventud para convertirlos en ciudadanos competitivos y eficaces, sino que su finalidad será educarlos para hacer de la vida relacional un hecho cultural importante. De esta forma, la comunidad no estaría formada por individuos atomizados, unidos entre sí por unas leyes externas a sí mismos, sino que en la nueva sociedad los vínculos entre la ciudadanía constituirían el tejido de la comunidad. La base de ese entramado sería la relación entre mujer(es) y hombre(s) en el respeto de sus diferencias a todos los niveles, desde el más íntimo hasta el político y cultural.
Para que esto sea posible es necesario que todos estos valores se incluyan en los programas escolares. Hace falta que la infancia aprenda a respetar la diferencia sexual, pues quien aprende a respetar la diferencia entre mujer(es) y hombre(s) no experimentará ninguna dificultad para respetar otras diferencias porque los instintos de posesión, explotación, rechazo o menosprecio habrán sido educados desde las pulsiones elementales.
Una alternativa concreta del nuevo tipo de educación que se debiera impartir la presenta la autora en el Progetto do formazione alla cittadinanza per ragazze e ragazzi, per done e uomini, encargo efectuado por la Comisión para la realización de la paridad entre hombres y mujeres de la región Emilia-Romagna. En ese proyecto la autora se propone cuatro objetivos:
1.- Hacer ver a la infancia la diferencia existente entre los dos géneros a base de programas y métodos escolares innovadores.
2.- Enseñar el respeto a sí mismo y al otro/a a partir del reconocimiento de la diferencia sexual, llave para aprender a respetar otras alteridades.
3.- Desarrollar actitudes relacionales con los sujetos y entre los sujetos.
4.- Equilibrar en la instrucción los valores ligados a la subjetividad masculina y los ligados a la subjetividad femenina.
Con eses objetivos aspira a que la educación esté al servicio no sólo de la liberación del hombre sino también de la mujer, al conjugar ideales de igualdad y diferencia. Trata de impartir una educación sexuada con la que contribuir a la formación de una comunidad más democrática al estar basada en el reconocimiento de la alteridad. Piensa, además, que es la única forma de que se dé verdaderamente una paridad de oportunidades entre chicas y chicos. Limitar la igualdad de oportunidades a que la niña reciba la misma instrucción que los niños es limitarse a dejarlas ingresar en un mundo adaptado a las cualidades y necesidades de los hombres. Para dar las mismas oportunidades a las niñas que a los niños es preciso dotar a la cultura y a la educación de los valores que ella necesita para devenir sujeto femenino, esto es, la práctica de la intersubjetividad, el sentido de lo concreto, la preocupación por el futuro, el respeto por la naturaleza etc.
Hay, por último, otro aspecto importante que se debe tener en cuenta a la hora de enseñar –que la autora toma del yoga- y es la necesidad de crear un vínculo entre el/la maestro/a y el/la discípulo/a. La tradición occidental disocia al/la profesor/a del/de la alumno/a. EL maestro se convierte en un vehículo aséptico de cultura, limitándose a transmitir saberes codificados de autores muertos. Sin embargo –afirma Luce Irigaray- enseñar es transmitir una experiencia masculina o femenina, un saber concreto, útil, para una cultura de la vida y el/la propio/a maestro/a constituye la garantía de verdad, de ética y también de estética. Esta práctica de la enseñanza constituye una genealogía natural y cultural.
Todos esos puntos debieran ser incluidos en los programas escolares. Hace falta que la infancia sean instruida en la toma de conciencia da su identidad concreta y, por lo tanto, sexuada, y en respetar y establecer relaciones con la identidad concreta del otro/a. Ésta es la condición de una cultura verdaderamente democrática, de una cultura que permitirá salvar los importantes fallos de las democracias basadas simplemente en el derecho al voto.
Por su parte Judith Butler a partir del postestructuralismo de Foucault, de Derrida y de las perspectivas lesbiana y queer problematiza el género y la correlación o coherencia entre el sexo mujer y el género femenino por un lado y entre el sexo hombre y el género masculino por otro lado. No tiene por qué haber dicha vinculación o paralelismo desde el momento que se admite que el género es una construcción que no tiene nada que ver con la anatomía. Si persiste esa asociación es porque –afirma Judth Butler- el sexo es ya género:
“¿Y qué es el sexo a fin de cuentas? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal?... ¿Tiene el sexo una historia? ¿Hay una historia de cómo se estableció la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos supuestamente neutrales del sexo se producen discursivamente por medio de discursos científicos al servicio de otros intereses políticos y sociales? Si se impugna el carácter inmutable del género, quizá esta construcción llamada “sexo” esté tan culturalmente construida como el género, de hecho tal vez fue siempre género, con la consecuencia de que la distinción entre sexo y género no existe como tal”
Partiendo de una postura postestructuralista afirma que el sujeto se hace, se construye social, cultural y lingüísticamente como individuo generizado, diferente, pero dado que el sexo es ya género y que no existe ninguna identidad previa al trabajo de lo cultural, Judith Butler afirma el carácter performativo del género, es decir, que “no hay una identidad de género detrás de las expresiones de género”.
La performatividad comienza desde el momento que nacemos (e incluso antes) en el que se nos asigna con cierta arbitrariedad un sexo. A partir de ese momento las tecnologías del género actúan para que imitemos, repitamos o copiemos gestos, comportamientos, deseos, sensaciones que se suponen son propios del sexo que se nos ha asignado. De esta forma el sexo es desde el comienzo normativo, desde el momento en que se afirma es una “niña” (“niño) se inicia el proceso por el cual se impone una cierta feminización (o masculinización): la niña (niño) está obligada/o a “citar” la norma para así convertirse en un sujeto normativo aceptable. La feminidad (masculinidad) no es, en consecuencia, fruto de una elección sino la cita o repetición forzosa de una norma cuya compleja historicidad es inseparable de las relaciones de disciplina, regulación y castigo. No hay “nadie” que escoja una norma de género, muy al contrario la cita de las normas genéricas es necesaria para que tengamos derecho a ser “alguien”.
Butler asegura que el carácter performativo del género está muy clara en el fenómeno de la drag en la que se hace patente que los dos géneros son una construcción cultural que obedece a propósitos heterosexuales y obliga a quedar atrapada dentro dentro del binarismo sexual imperante. La drag -afirma Butler- denuncia la falsa naturalidad del género e insinúa la inclusión y legitimación de otras posibilidades de género; sugiere que los actos repetitivos que modelan y definen el género pueden, a su vez, revestirse y servir como prácticas subversivas de la identidad sexual del cuerpo, pues:
“el drag, con su cuerpo, desborda los límites del género y los supera. Trae a lo cotidiano el carácter subversivo del carnaval, juega con las categorías de ser y parecer y lo hace poniendo en relación tres factores: el sexo biológico, la identidad sexual (gender identity) y la imitación/parodia de la identidad sexual (gender performance). La falta de correspondencia entre sexo biológico e identidad sexual en la persona del drag crea tensión en el espectador. Esta tensión desnaturaliza la normal-normativa equivalencia entre sexo y género (identidad sexual) y hace que este último pueda ser visto por lo que realmente es: una performance, una forma de mimesis con su multiplicidad, con su exhibición hiperbólica del artificio, el drag excede el sistema sexo-género y demuestra que el género, como la identidad sexual, es una ilusión, una construcción, una máscara, un travestismo, cuya única consistencia está en la cantidad de repeticiones inconscientes que consigue producir”.
El/la drag al cuestionar el binarismo de género y la coherencia sexo masculino género masculino o sexo femenino género femenino da pie para pensar que el concepto de género es un concepto más amplio y más plural, que no se refiere sólo a mujeres y hombres sino también a individuos en un cruce de identidad: trasgénero, transexual, intersexo, individuos que ponen en entredicho qué se entiende por humano, qué cuerpo es concebible como humano y qué cuerpo no lo es y sobre los que Judith Butler reflexiona particularmente en Cuerpos que importan. Da pie también a pensar que el quebrantamiento de las normas de género permite la posibilidad de una vida más libre, menos violenta, en la que la incoherencia de género más o menos presente en todas las personas se comprende y, consecuentemente, se aceptan nuevas formas de género.
La tarea de resignificación de realidades innombrables, ininteligibles en el marco conceptual actual y, por lo tanto, irreales es –afirma Judith Butler- un proyecto político basado en un método de disidencia que puede ser subversivo si se pone al servicio de una política radical y de una pedagogía transgresora.
La pedagogía transgresora es una pedagogía que parte de la propia práctica pedagógica, de la teoría queer y de la teoría psicoanalítica. Desde esos presupuestos trata de superar las oposiciones binarias como tolerante/tolerado, opresor/oprimido, normal/raro, autóctono/emigrante etc. mediante el cuestionamiento de las categorías identitatarias y de las dinámicas que respaldan la forma de conceptualización de la diferencia. Se plantea resistir las prácticas de normalización y control de los cuerpos y afrontar el importante papel que la educación y el conocimiento tienen en la formación de estructuras de inteligibilidad de nuevas identidades.
Según Deborah Britzman pedagogía transgresora es algo muy diferente de un llamamiento a la inclusión o de simplemente añadir voces marginales a un programa. El caso del tratamiento que han recibido los estudios gays o lesbianos en una educación sentimental que pretende ser antihomofóbica es un ejemplo de que las argumentaciones a favor de la inclusión producen las exclusiones que presuntamente pretenden subsanar, pues en definitiva son prácticas de producción de la uniformización que se limitan a invitar a algunos individuos subalternos a formar parte del currículo, pero no porque tengan algo nuevo que decir a los que ya están allí. Si estos individuos “añadidos” empezaran a hablar entre sí “¿qué dirían? ¿Acaso se les podría entender? El problema es que los efectos diarios de la “inclusión” son una versión más obstinada de la uniformidad y una versión más afable de la otredad… La pedagogía de la inclusión, y la de la tolerancia que supuestamente le sigue, pueden de hecho producir la base de la normalización. Vividas como necesidades conceptuales, estas esperanzas tan sólo pueden ofrecer posiciones de sujeto precarias al sujeto normal que tolera y al subalterno que es tolerado. Es decir las posiciones de sujeto de nosotros y de ellos se reciclan en forma de empatía. En contraposición la pedagogía transgresora se debe interesar por desestabilizar las redes de poder que por medio de las prácticas educativas normativas se encargan de disciplinar los cuerpos y de configurar identidades predecibles y controlables. Debe aspirar a trascender la repetición de la identidad e ir más allá de las dos posiciones de sujetos permitidos.
A modo de conclusión
A lo largo de estas páginas hemos tratado de reflejar el amplio e intenso debate existente en la actualidad en el seno de la teoría feminista acerca de lo que significa o debe significar ser mujer o la feminidad. Las disputas son una manifestación del importante corpus de conocimiento existente hoy en el feminismo y de que la teoría feminista no ha perdido la capacidad crítica que la ha caracterizado desde sus orígenes. La heterogeneidad de posiciones teóricas o de modelos propuestos para interpretar los mecanismos de subordinación de las mujeres o para superar la discriminación de las mismas, no debe hacernos olvidar que todas las corrientes coinciden en el reconocimiento de que las mujeres por el simple hecho de ser mujeres han sido tradicionalmente discriminadas y que por lo tanto sus oportunidades cuantitativa y cualitativamente son menores.
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Purificación Mayobre Rodríguez. Universidad de Vigo. Galicia. España. Correo: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
Fuente de imagen:
http://todosloscomo.com/2011/12/26/respetar-persona-transgenero/