Relato de un asesino
Relato de un asesino
Divagando tras asesinar a su amante
¿Cuáles fueron las razones que la llevaron a ello?
Habitación 115
Raúl V. G.
Con el cadáver a mis pies y sangre fresca aun en las manos, mi cerebro trabajaba en una dirección muy diferente a la que la lógica dictaría. Había llegado a una conclusión: si no nos empeñáramos en pensar en nuestras cosas, posiblemente tomásemos mejores decisiones. El tenaz desmenuzamiento de nuestros instintos acaba derivando en una errónea percepción de nuestras emociones. La feroz autopsia a la que sometemos a nuestras experiencias, provoca un intenso desenfoque de la visión original que consigue confundirnos gravemente. Actuar irreflexivamente, en contra de lo que pudiera parecer, nos conduce a mejores resoluciones y nos libera de la incómoda y dolorosa sensación que produce el desatino y la equivocación.
Si esperas algo, te duele no conseguirlo. Por la misma razón, las hazañas inesperadas proporcionan doble placer, el que provocan por sí mismas y el que les añade la sorpresa.
Me reafirmé en esta idea después de matarle. Estaba claro que mi intención inicial era hacer el amor con él. Tal vez por eso, disfruté mucho más asesinándole, ya que actué sin pensar, sin planearlo de antemano.
Una noche de placer sexual no me habría excitado como la visión y el olor de toda aquella sangre. A decir verdad, su cuerpo desnudo ahora no me estimulaba lo más mínimo. Aunque hay que decir a su favor que hubiera ganado mucho con los intestinos dentro del vientre, en lugar de colgando alegremente, oscilando de derecha a izquierda con leves desplazamientos. Claro que al salir del baño completamente desnudo, tenía mejor aspecto y sí me provocó una agradable punzada, un goloso cosquilleo en el bajo vientre. Lástima que lo estropeara con aquella sinceridad suya tan molesta y que, al principio, tanto me atraía. Si se hubiera callado, si sus labios únicamente hubieran jugueteado lentamente con mi clítoris, posiblemente su lengua arrancada no se ahogaría en aquel vaso de vodka turbio. Ni su miembro amputado se arrastraría sangrante por la gastada alfombra, reptando hacia mis bragas, tal vez intentando cobijarse bajo la seda negra.
¿Por qué no podíamos seguir viéndonos en impersonales y anónimas habitaciones de hotel?, ¿si el sexo funcionaba, qué más quería aquel imbécil? Todos los hombres eran iguales tras un tiempo de relación. Unos imbéciles. Todos ellos. Y para no olvidarlo, había grabado profundamente aquella palabra, clavando firmemente el cuchillo en el suave césped rizado de su pecho. Imbécil. El trazo final de la L partía de la clavícula izquierda y terminaba en el gran socavón del vientre, que vertía sus tripas sobre las sábanas y el suelo. Había tirado de ellas hasta casi vaciarle, repugnando el tacto cálido y resbaladizo de las vísceras calientes. Le introduje parte de ellas en el hueco que había ocupado la lengua, en el pequeño estanque rojo que brotó en su boca, pero faltaba un detalle. Antes de que el ahora pequeño miembro consiguiera ocultarse bajo mi ropa interior, lo agarré fuertemente, insertándolo en el hueco dejado por uno de los ojos. Aquel bonito, aunque miope, ojo azulado descansaba ahora junto al otro sobre la mesilla, acompañando con su muda mirada al vodka surcado por delgados hilos rojizos. Se diría que la lengua había caído en la red de una araña que tejiera su trama con trazos de color pardusco dentro del vaso. Así estaba mejor.
Aquel imbécil parecía un espantapájaros deforme, con parte del relleno escapándosele por grandes agujeros sanguinolentos. Los testículos eran ridículos sin el telón del pene sobre ellos. No los reconocía. No parecían los mismos que había chupado alguna vez, sintiendo las cosquillas del vello púbico en los labios. A decir verdad, ni siquiera el fláccido pene que sobresalía en la cuenca del ojo, recordaba al potente miembro que había llenado mi boca tantas noches.
Tuve buen sexo con aquel cuerpo. Podíamos haber seguido igual, pero él no quiso. Y no pudo darme una buena explicación, un motivo convincente. Aquello de que no nos compenetrábamos sonaba a excusa y no me convencía. Llevaba meses "compenetrándome" y nunca se había quejado. No tenía de qué quejarse. Soy buena en la cama, lo sé. Si me hubiera dado una sola razón creíble, no estaría muerto. Lo habría entendido. Pero no convencerme le costó la vida. Estaba harta de tíos así. Por eso llevaba el cuchillo en el bolso desde hacia meses. Por si lo necesitaba de nuevo. Lo veía venir. Sabía que tarde o temprano, lo usaría otra vez. Es uno de los problemas de liarse con hombres casados. Un día se aburren de ti y quieren dejarte atrás, como un mal recuerdo o una estación de paso, confortable sí, pero de paso. Los hoteles, las mentiras, las excusas y el temor son compañeros fijos en estos viajes repletos de inconvenientes y soledad. Pero si llega el día en que el trayecto termina, exijo una buena razón para no utilizar el libro de reclamaciones que llevo afilado en el bolso. Si no es así, lo uso. Y con saña.
Pero, volviendo al principio, realmente no pensaba que esta relación fuera a acabar así. No con él. Este brusco desenlace me había sorprendido, debo reconocerlo. Creí que esta vez había acertado, que él era el hombre de mi vida, mi príncipe azul de cuento. Su sinceridad, que, por cierto, esta vez le había matado, me conquistó cuando le conocí. Te conquistaba desarmándote con su ataque frontal, a cara descubierta, sin máscaras, poses ni actitudes fingidas. Pudo conmigo y me duele aceptarlo. Me engañó. Me hice ilusiones, como una adolescente inexperta e infantil. Hoy debía haber sido un día más en el paraíso. Al menos, eso creía. Llevaba semanas soñando con su pecho, con sus apretadas y diminutas nalgas, imaginando su congestionado pene surcando los mares de mi entrepierna y cruzando el estrecho de mi vagina, que para él sería ancha y acogedora. Yo deseaba sentirle detrás de mí, con las manos sudorosas apretándome los pechos, abrasándome la nuca con su aliento al poseerme. Cada mañana añoraba el sabor de su semen en la garganta, irritándomela. Y hoy íbamos a resarcirnos del vacío de las semanas que llevábamos sin vernos. Pero sus palabras, a bocajarro, tras un primer beso, me pillaron desprevenida. "Es la última vez que nos vemos" dijo, sellando sin saberlo su propia sentencia de muerte y mutilación. No lo esperaba. De golpe, deshizo todas mis fantasías, tanto las de adolescente ilusionada como las de ramera enamorada. Tras la mujer lasciva, tras la ninfómana desatada, apareció la amante repudiada, rechazada, abandonada y utilizada. Y no fue bueno que resurgiera del oscuro rincón donde permanecía recluida. No fue bueno para los ojos, la lengua, el pene ni las tripas de quien pretendía borrarla con una sola frase. "Es la última vez que nos vemos" Ya me he encargado yo de que así sea. Los ojos que me vieron desnuda y entregada ya no verían nada más. La lengua que saboreó los fluidos que mi pasión le entregó, sólo lamería ya el cristal de un vaso sucio. El pene que escarbó rabioso mis rincones más íntimos ahora no era más que un pellejo hueco dentro de otro pellejo hueco y el dolor que desgarró lo más profundo de mis tripas, había logrado que él lo sintiera también. Sí, por supuesto que no nos veríamos más.
Ahora, después de horas contemplándole, me marcho de aquí. Parece mentira la profunda limpieza, tanto interior como exterior, que una buena ducha representa. Tras la puerta de la habitación 115 queda la sangre, la rabia y el dolor. Atrás quedan también una historia ¿de amor, quizá?, una autentica e irrefrenable pasión, un mal hombre y una buena mujer. Tal vez al revés. Decididlo vosotros. Yo no tengo ganas. Debo empezar una nueva vida y estoy tan cansada. Después de todo, ya no soy una niña y empiezo a preocuparme por mi futuro. Seguir sola con sesenta años es tan doloroso...
Burgos 22-08-99/05-02-00