Miss Sinaloa
Miss Sinaloa
Charles Bowden, autor de Sicario (nexos, agosto 2009), ofrece la crónica del delirante itinerario de una Miss Sinaloa perdida en el laberinto mental y criminal de Ciudad Juárez.Ella vino a este lugar en el desierto para vivir con los demás locos bajo el gigantesco caballo blanco. Ella no era de aquí, pero tampoco el caballo. El caballo de casi un kilómetro de largo fue trazado, con cal, en la sierra de Juárez por un arquitecto local a finales de los noventa. Lo copió del caballo de Uffington, en Gran Bretaña, un diseño del periodo Neolítico de tres mil años de antigüedad. Dijo que lo hacía como ejercicio, para resolver un desafío (ese caballo mira a la derecha, y el original a la izquierda y es tres veces más grande) y también para llamar la atención sobre la belleza de las montañas. Lo que no dijo es lo que algunos en la ciudad susurraban: que el caballo había sido patrocinado por Amado Carrillo, el entonces jefe del Cártel de Juárez.
Ella era hermosa y se llamaba Miss Sinaloa. Era una adolescente cuando el caballo blanco fue trazado a finales de 1990. En ese momento, Miss Sinaloa no sabía nada de caballos gigantes pintados en las montañas, ni de los cárteles, ni del lugar de locos aquí en el desierto. Vino aquí hace muy poco tiempo, en diciembre de 2005, a visitar a su hermana. Se quedó unos meses y luego fue a su casa, a Sinaloa, el estado del Pacífico que es la madre de casi todos los principales actores de la industria de las drogas en México. Era muy bella. Lo sé porque Elvira me lo dice todo mientras estoy de pie, azotado por el viento que viene cargado de arena.
Elvira lleva un suéter pesado, pantalones de color rosa, tiene la piel morena y el cabello pintado de rubio que vuela con el viento. Es una de los 15 cuidadores del lugar de locos —el asilo en el desierto— y recibe 50 dólares a la semana por cocinar tres comidas al día, seis días a la semana. Un hombre pasa a su lado montado en una bicicleta, un muchacho de overol rojo lleva una bolsa rosa y observa sentado en el suelo, como un perro flaco y hambriento del campo. La basura que se quema detrás del asilo llena el aire de humo. El edificio —un bloque de cemento con varios cuartos dentro— tiene un centenar de internos. Un médico cae por ahí los domingos para verificar la salud de los locos, y toda la operación es patrocinada por un locutor de radio, un evangelista de Juárez al que los internos llaman El Pastor.
Cada cinco días el personal se lleva las mantas de los internos, las lava y luego las tiende en las plantas de yuca para que se sequen. Ahora se apiñan contra el viento como una manada de bestias —violeta, verde, rojo, azul, y una gris que tiene dibujados un tigre y su cachorro—. Mi mente viaja a la década de los noventa, a mediados, cuando Amado Carrillo, como advertencia, dejó Juárez sembrado de cuerpos envueltos en mantas de tigre. Se rumoraba que tenía un zoológico privado con un tigre que él mismo alimentaba con los traidores pero, por supuesto, se trataba de una leyenda de la industria de la droga. Luego, como advertencia, envolvía a los traidores con cintas amarillas y los enviaba como regalo a la DEA. Todo esto sucedía en los días tranquilos del pasado, cuando los asesinatos no eran, ni por mucho, tan malos.
El viento sopla, el polvo asfixia, el caballo blanco mira, y de repente, Elvira empieza a hablar de Miss Sinaloa. Sí, Miss Sinaloa, dice, una reina de belleza que llegó a Juárez. “Una vez”, dice con orgullo, “tuvimos una mujer muy hermosa, Miss Sinaloa. Ella estuvo aquí hará unos dos años. La trajo la policía municipal. Tenía 24 años”.
Y luego Elvira recuerda su hermosa cabellera que le llegaba hasta el culo, y su piel blanca, oh, muy blanca era la piel de Miss Sinaloa. Sus cejas habían sido arrancadas y sustituidas por elegantes arcos tatuados. La policía la había encontrado una mañana vagando por la calle. Había sido violada y había perdido la razón. Por último, explica Elvira, su familia vino de Sinaloa y se la llevó a casa.
Esta es la historia de Miss Sinaloa. Ella va a una fiesta con la policía y después de la diversión, la policía la lleva al lugar de locos. Una mujer con esa piel es una tentación para los policías. Cuando las muchachas comenzaron a desaparecer en Juárez en 1993, y luego a reaparecer, a veces como cadáveres violados, o simplemente como huesos, la policía se refería a ellas como “las morenitas”, porque la presa favorita venía de los barrios pobres donde las mujeres jóvenes son esclavizadas en fábricas de propiedad estadunidense a cambio de un salario miserable. Miss Sinaloa proviene de un mundo diferente.
Siempre hay un hecho perdurable en Juárez: no hay hechos. Los recuerdos están siempre cambiando. Miss Sinaloa es una belleza que llega a una fiesta y es violada. Una belleza que llega a una fiesta en Juárez y consume enormes cantidades de cocaína y whisky y se vuelve loca, tan loca, que la gente llama a la policía y la policía viene y se la lleva lejos y la violan durante varios días y luego la dejan en el desierto, en el lugar de locos.
Tiene el pelo largo y es hermosa, y un médico la examina y no pregunta sobre las violaciones. Tiene moretones en los brazos y en las piernas y en las costillas. Ahora ella es casi una más de la ciudad.
El mural muestra a un conquistador, otra de las paredes es un collage de fotos del trabajo. Un letrero reza: “Dios es más grande que mis problemas”. En la esquina descansa una estatua de metal de un hombre con armadura. Es la oficina de El Pastor, José Antonio Galván, el evangelista de la radio que rescató lo que quedaba de Miss Sinaloa y la llevó al lugar de locos. Está sentado justo frente a mí, mata de pelo canoso, cuerpo ancho con sonrisa siempre lista. Me está mostrando una película del manicomio —hombres golpeados por la policía y arrojados medio locos a las calles, adictos confundidos con heridas supurantes, mujeres que nunca recuerdan lo que les pasó y que nunca querrán recordarlo.
Miro las caras en ruinas en el video y pregunto: “¿Su congregación apoya este trabajo?”.
Sonríe, señala a los locos en la pantalla y dice: “Esa es mi congregación”.
Durante una fuerte tormenta, en el invierno de 1998, El Pastor iba por las calles de Juárez en su coche y tuvo que virar violentamente para no golpear un montículo de nieve de donde emergía un hombre que estaba dormido. Dios le habló en ese momento y El Pastor, ayudado por unos amigos, dedicó el día a socorrer gente en la calle —adictos con daño cerebral, miembros de pandillas arruinados— gente abandonada a merced de la nieve en una ciudad que no conoce la piedad.
“¡Oh, qué mal olían!”, dice, “cubiertos de mierda y otras cosas”.
La oficina de El Pastor alguna vez fue una casa donde los adictos se picaban las venas para saborear sus sueños. Descendió hasta este lugar como un predicador que va delirando por las calles. El cura local lo llamó el diablo. Sin embargo, hizo que algunos fueran a verlo. En cuanto al diablo, El Pastor lo combate todos los días —tiene un saco de boxeo negro y otro rojo a los que golpea con los puños como si combatiera a Satanás.
Todo lo que tiene que ver con El Pastor es vital y rudo, su lenguaje es con frecuencia vulgar, y su sentimiento por los locos está cargado de visceralidad. El mundo tiene suerte de que dejó la botella y las drogas para mirar a Dios.
El Pastor pasó 16 años de ilegal en Los Ángeles y aprendió a operar una grúa, ganaba 16 dólares por hora y consumía un montón de drogas y alcohol. Podía ser muy bruto en el trabajo —tiró a dos hombres desde un edificio, y no precisamente desde el primer piso—. Finalmente acabó en la cárcel y luego lo deportaron a México. Se convirtió en un adicto callejero en Ciudad Juárez. Luego, en 1985, nació de nuevo y comenzó a predicar en la calle para los toxicómanos. Su aspereza lo mantiene afilado. En un brazo tiene tatuada a una bella morena, y en el otro una india guapa. Antes de irse a trabajar a Estados Unidos odiaba a los blancos y despreciaba a los mexicanos que cruzaban al otro lado. Pero luego se casó, tuvo hijos y se fue al norte. Y se dio cuenta de que ese país que no le gustaba le daba de comer a su familia y ahora dice: “Me encanta México, pero no el sistema mexicano”. Tiene a sus hijos en Estados Unidos, dos en la escuela, y otro ha servido ocho años en las Fuerzas Especiales del Ejército. Ahora debe reunir 10 mil dólares al mes en la radio, nada más para pagar medicinas, alimentos y los sueldos del personal de este lugar de locos que ha creado.
Me da un cursillo sobre la historia de su ciudad.
“La violencia es importante en Juárez”, dice con voz suave. “Un montón de jóvenes viene a buscar su sueño americano; está muy cerca. Pero ahora la frontera está cerrada. La gente viene desde el sur, es gente limpia y trabajadora que no sabe nada de las calles. Alguien los recluta y al poco tiempo ya están vendiendo sus cuerpos y consumiendo drogas. Después de un año ya tienen los tatuajes de su pandilla. Los capos ahora venden drogas aquí, donde hay un mercado creciente, así no tienen que llevarlas a Estados Unidos. Ahora muchachos de 14 años mueven toneladas de cocaína”.
Le pregunto si se acuerda de una paciente llamada Miss Sinaloa. “Oh, sí”, dice. “Ella estaba en una orgía”.
El Casablanca es, por supuesto, blanco, y dispone de habitaciones con estacionamiento al lado de cada una de las puertas metálicas para proteger la privacidad de los coches —las placas— de miradas indiscretas. Los hombres traen mujeres aquí por sexo y amor y alegría y todo lo que ellos quieran. Este fue el destino final de Miss Sinaloa. Al otro lado de la calle se encuentra el Valentino, un club grande, con cúpulas de tejas rojas, otro paraíso de la fiesta que también llamó la atención de Miss Sinaloa.
Miss Sinaloa llegó aquí desde su casa en la costa del Pacífico. Fue violada durante días por ocho policías. Cuando llegó con El Pastor, sus nalgas tenían huellas de manos de muchos hombres, y tenía marcas de mordidas en los pechos.
Llegó al lugar de locos el 16 de diciembre de 2005, después de las cinco de la tarde. La policía fue a tirarla ahí. Dijeron que la habían tenido en la cárcel pero que era difícil de controlar. Se resiste y grita y eso no es divertido. Ha perdido la razón y ahora llega al lugar donde están sus almas gemelas.
Pero no todos son tan afortunados como Miss Sinaloa. Heidi Slauquet era muy bien parecida, y pintaba. Durante años fue dama de compañía en la ciudad de México y a principios de 1990 llegó a Juárez. Regenteó una discoteca donde recalaban los narcotraficantes. Luego fue amante de Amado Carrillo. Y después se convirtió en una especie de hostess que proveía a las fiestas con chicas hermosas, chicas como Miss Sinaloa. El 29 de noviembre de 1995 tomó un taxi al Aeropuerto Internacional de Juárez. El taxista apareció muerto. Heidi no volvió a aparecer. Testigos del aeropuerto dicen que el taxi fue detenido, al parecer, por la Policía Federal.
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Estoy mirando su celda en el asilo. Un pequeño colchón lo ocupa todo, y al lado hay un recipiente amarillo de cinco galones para los meados y la mierda. Las paredes son de baldosas blancas, porque los pacientes como Miss Sinaloa tienden a pintar las superficies con sus propias heces. La puerta es de metal sólido y tiene una ranura pequeña para que las señoritas Sinaloa del mundo no puedan arrojar sus heces al personal. Mantas a cuadros cubren los colchones.
Esta fue su casa durante al menos dos meses. Nadie podía visitarla. Deliraba, estaba muy enojada. En parte fue encerrada para protegerla de los otros pacientes que deseaban su piel clara y su belleza. Y, en parte, porque en cualquier momento podía estallar.
Estaba calva. El personal había tenido que cortar su hermosa cabellera porque constituía un riesgo. Hay pacientes que tienen tendencia a estrangular personas con su propio cabello.
Al principio, Miss Sinaloa es muy violenta. Llora constantemente y arroja cosas. Así que el personal le da pastillas y se duerme durante dos o tres días. Luego se despierta más tranquila. Les cuenta a todos, en ese lugar de locos, que ganó un concurso, que es reina de belleza y también modelo. Dice que ha conocido un montón de hombres que se la querían coger, pero que no había conocido a nadie como Ramón, que la quería de verdad por lo que era.
Su belleza se convierte en un problema. Cuando la dejan salir de su celda, al jardín del lugar de locos, destaca por encima de todos. El Pastor dice: “Era la última Coca Cola del desierto, muy digna, mientras las otras mujeres hervían de celos”.
Pasaba todo el día maquillándose, repasándose la cara una y otra vez. Era muy limpia. Cada mañana hacía su cama y lavaba a conciencia todas las paredes de su pequeña celda.
Ramón es un borrachín de 25 años que vaga por el lugar de locos y que gana su sustento sirviendo comida. Es un hombre hogareño —El Pastor piensa que puede ser el hombre más feo del mundo—. Lleva los platos de frijoles a la celda de Miss Sinaloa. Ella se enamora de él y él de ella. Ramón nunca ha tenido novia —lo deslumbra el fantasma de aquella Miss que llegó a Juárez, a la fiesta en el Casablanca.
Ella dice: “Qué maravilloso que me pasó esto. Porque gracias a esto he encontrado a la criatura más bella jamás creada por Dios”.
El Pastor se alarma cuando escucha a Miss Sinaloa susurrar su amor a Ramón. Luego descubre marcas en el cuello de Ramón y lo despide.
Miss Sinaloa se hunde, regresa a su locura profunda. Le reclama a El Pastor que ha arruinado el gran amor de su vida.
El Pastor observa conmigo el interior de la celda diminuta.
Originalmente vino aquí con su mujer, los dos vivían en una cabaña. Tenía un par de burros para recoger leña. Durante tres años estuvo apilando ladrillos. La policía iba trayendo los desechos de nuestro mundo —putas quemadas por la lujuria y las drogas; inmigrantes ilegales expulsados, con todo y sus mentes dañadas, de Estados Unidos; bailarinas topless enloquecidas, gente de la calle que había inhalado tanto pegamento y pintura que ya eran residentes del olvido—, todos los condenados de nuestro mundo.
Ahora El Pastor alberga y alimenta a 100. Me explica cómo va a expandirse para alojar a 250 almas. Tendrá que poner a los pacientes a hacer ladrillos —aquellos que todavía sean capaces de mezclar adobe—. Su idea es vender estos ladrillos para darles a sus pacientes un poco de dignidad y algo de dinero para comprar los medicamentos que disminuyen la ira.
Un hombre pequeño y retrasado está junto a mí sosteniendo un libro para niños. Está en inglés y él no sabe leer en ninguna lengua. El 11 de octubre asesinó a otro paciente. “Aquí no puedes mantenerte del todo a salvo”, dice El Pastor. Estamos en medio del patio rodeados por 80 internos.
“La heroína de la ciudad”, explica, “cuesta 25 pesos”.
Esto significa menos de 2.5 dólares la dosis.
“La cocaína”, continúa, “está en todas partes y es más barata que la marihuana. Ahora fuman cocaína con marihuana. Estamos hablando de gente entre los 18 y los 25 años, la gente a la que normalmente ejecutan. Son fantasmas, basura humana caminando por la ciudad”.
Después de dos meses, Miss Sinaloa parece recuperar parte de su cordura. El Pastor estima que al final recuperó el 90 por ciento de su salud mental. Se localiza a sus parientes y éstos viajan desde Sinaloa. Deben estar sorprendidos de que esté viva. Yo lo estoy. Que estuviera muerta, después de semejante travesía, no sería raro; Miss Sinaloa sería una más de las mujeres misteriosamente desaparecidas en el desierto, en las afueras de Juárez.
Pero algo la salvó —quizá fue su locura.
Así que llegó a vivir aquí, con gente considerada incluso por debajo de la suciedad que cubre las calles de Ciudad Juárez, gente de la calle, personas rechazadas por las instituciones psiquiátricas del estado, personas más allá de la ayuda familiar, personas que dormían en la banqueta y comían de las latas que encontraban en la basura.
Me dijo que sabía muchas lenguas, pero nunca habló ninguna. Cantaba todo el tiempo, pero cantaba mal. Sus canciones favoritas eran muy románticas. Se movía como una reina por el lugar de locos. Leyó mucho la Biblia. Sigue siendo un mito, incluso en el patio del lugar de locos. El Pastor decidió que el 5 por ciento de lo que dice es verdad, y el otro 95 por ciento proviene de su imaginación.
Ese es el mundo de Miss Sinaloa, un lugar de sueños y canciones, un lugar para que gobierne la reina de belleza. Ella se sienta y dibuja, sobre todo líneas y espirales. Y labios, un montón de labios que besan.
Se viste bien, siempre con un vestido azul con el que enseña las piernas. Además lleva tacones altos —navega por el asilo en tacones de aguja.
Para horror de El Pastor, dice un montón de palabrotas. Él piensa que tal vez las violaciones la hacen hablar de esa manera.
Rezan juntos y ella cierra sus hermosos ojos cafés. Nunca menciona a su familia. Sólo habla de su belleza. Nada más. Simplemente su belleza.
Después de todo, ella es Miss Sinaloa.
Así que cuando la familia viene a recuperar a su hija, el padre extrae una conclusión obvia: que El Pastor y sus pacientes se han metido con ella.
El Pastor se horroriza y hay una terrible discusión y, después, Miss Sinaloa se va a su casa con su familia.
Mientras estamos a merced del viento polvoso que golpea las paredes del asilo él me cuenta aquel episodio: “¡Soy un hombre de familia!” —los dos entendemos la reacción del padre—. Son personas de clase media, señala El Pastor. Tenían un buen coche y pagaron todos los gastos médicos que Miss Sinaloa había acumulado. En un país donde el débil es siempre la presa, donde el verbo preferido es chingar, tal conclusión es inevitable. Así como la violación masiva de Miss Sinaloa en el Casablanca es una cosa habitual en el negocio.
Miss Sinaloa se acomoda el pelo y se integra al show.
Dios la trajo a esta ciudad para sufrir y volverse loca, para ingresar al lugar de locos y conocer a su verdadero amor, que le llevaba comida a la celda y le hablaba con dulzura. Era su destino. Ella lo sabe. Y puede que sepa otras cosas.
¿He hablado de sus ojos? Ven a través de ti.
Percibimos su fragancia mientras estamos sentados oyéndola y no oyéndola. Nos está diciendo lo que ya sabemos y, en mi caso, lo que me niego a comprender.
Por supuesto, Miss Sinaloa es diferente.
Su piel es tan blanca, su pelo largo y brillante, el rojo de los labios es como fruta madura.
Miss Sinaloa sigue y sigue. Su nombre cambia al igual que su rostro. Cada día, cada semana, cada mes, ella aparece en la ciudad con una nueva identidad, con su cara recompuesta, sus zapatos de tacón alto, falda estrecha, y su fragancia. Y cada vez que ella viene a la ciudad, es adorada, violada, echada a la basura, y vive todo con un cerebro mutilado. Ella nunca olvida, y la ciudad siempre la olvida.
Tiene esos labios exuberantes, el pelo largo y la piel clara. Nunca puede ser importante. Ella no es la industria de las drogas, no es libre comercio, no es Seguridad Nacional.
Ella es la sangre y los sueños de un pueblo.
Nunca la olvidaré.
Al igual que ella nunca será recordada.
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Traducción de Jordi Soler
Charles Bowden. Periodista y escritor. Colaborador habitual de Harper’s, The New York Times Book Review, Esquire y Aperture. Entre sus libros: Some of the Dead are Still Breathing: Living in the Future.
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Este texto forma parte del libro La ciudad del crimen. Ciudad Juárez y los nuevos campos de exterminio de la economía global, que la editorial Random House Mondadori publicará próximamente
Fuente: http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=248549