Aspectos psicobiológicos de la delincuencia femenina

Publicado en Criminología

Aspectos psicobiológicos de la delincuencia femenina

Los primeros trabajos psicológicos sobre la delincuencia femenina se remontan a Lombroso, desde aquellos primeros trabajos hasta hoy día no han aumentado especialmente los conocimientos que tenemos so¬bre este tema. Se ha conseguido un mayor avance en el estudio de la delincuencia masculina, pero no ha sucedido lo mismo en el caso de la mujer. Creemos que en este caso ha influido la baja tasa de actividad delictiva de la mujer en relación con el hombre.
Las estadísticas criminológicas han señalado en relación al papel de la mujer en la «pareja penal» (víctima-delincuencia) una alta incidencia en el primer grupo considerándolo incluso como «sujeto riesgo» (Warr, 1984) y una proporcionalidad muy baja en el segundo.

Según las estadís¬ticas de la Comisaría General de la Policía Judicial de nuestro País en el año 1984 la proporción de delincuencia femenina fue del 8,3%. En los delitos de robo con violencia el porcentaje de mujeres delincuentes fue del 7 3%, y en los delitos contra la propiedad del 7,7%, a pesar de que la distribución de la población es prácticamente del 50%. Estos da¬tos varían muy poco comparando distintos países occidentales y dis¬tintos períodos de tiempo; las estadísticas americanas de la década de los 60 señalan una tasa aproximada del 10% en la comisión de delitos de la mujer, y la tasa media de las detenciones en la población juvenil feme¬nina en el Estado Español en el período comprendido entre el año 1976 al 1982 es del 10,6% con una tendencia en progresivo descenso. Además es interesante destacar que el delito más frecuente en las mujeres jóvenes es el de «Fuga de domicilio», con porcentajes muchas veces superiores al 50% en relación al número total de delitos cometidos, con lo cual se podría hipotéticamente postular un gradiente, al menos en parte, de victimización; y es también en este problema donde la conducta delictiva intersexo se equipara más con porcentajes cercanos al 50%. Aunque año tras año la proporción de delitos aumenta con respecto a la población, se mantiene la relación hombre-mujer. Analizando los datos que ofrece Serrano (1981) el porcentaje medio de la población reclusa femenina desde el año l9GG hasta el año 1979 en comparación con el número total de re¬clusos es del 4,3%, y el de ingresos de mujeres en el período 74-78 fue del 8,05%. Por esto, resulta curioso constatar que ser miembro del sexo femenino parece «vacunar» contra la comisión de delitos, mientras que por otro lado, como ahora veremos, parece «vulnerabilizar» en la recep¬ción de los mismos. Hindelang y colr. , (1978) establecieron una ecuación de predicción en la cual aparecía el sexo (mujer) en primer lugar, y en segundo la edad (niñez y vejez), como factores riesgo de victimización frente al delito; y efectivamente, se constata que aumenta la proporción de las víctimas femeninas de agresión hasta una tasa del 40,1%; y ésta podría ser mayor, pero parece que en el caso de la mujer el hecho de que, en la actualidad, en gran proporción, mantenga roles pasivos de ama de casa aminora la posibilidad de sufrir una agresión delictiva.

Sin embargo, los roles de la mujer y los valores de la sociedad están cambiando. En un medio en que la fuerza física es el valor angular a partir del cual se establece la distribución de tareas y de privilegios, de-termina que sea el hombre el que asuma los roles más activos y más rele¬vantes, y se produzcan también en este sexo una mayor tasa de tras¬tornos y conductas desviadas merecedoras de estudio. En la medida en que se vayan equiparando los roles sociales es de suponer que los tras¬tornos que éstos implican también tenderán a equipararse en cuanto a su distribución entre sexos. Pero hasta la fecha, como hemos visto, la tasa de criminalidad femenina se mantiene en niveles bajos. Según Hoff¬man-Bustamante (1973) esto se debe a la comisión de cinco factores que modulan la relación entre criminalidad y sexo, a saber:

1.    Diferentes expectativas en los roles atribuidos.
2.    Diferentes patrones de socialización y diferente aplicación del control social.
3.    Diferencias determinadas estructuralmente en la posibilidad de cometer determinados delitos.
4.    Las mismas subculturas delictivas presionan y delimitan diferen¬cialmente a sus miembros, y,
5.    Las diferencias sexuales se establecen también dentro de las pro¬pias categorías criminales; por así decirlo, hay delitos más propios que los cometan hombres que mujeres en base a la mayor fuerza y a la mayor actividad que imprime la sociedad a los hombres frente a las mujeres.

De todas maneras la diferencialidad sexual biológica puede jugar también algún papel. Así, junto con los factores socioeconómicos que pueden inducir hacia la criminalidad se podrían postular también otros factores más personales entre los que podremos incluir los psicológicos y los biológicos, algunos de los cuales vamos a desarrollar en este traba¬jo.

Antes de entrar en el tema debemos distinguir entre agresividad y violencia. Consideramos a la agresividad como un mecanismo psicobio¬lógico de interacción que guarda un equilibrio entre el organismo y el medio ambiente, incluido el social. De ahí que el contexto social regule qué gradientes de agresividad tolera a los individuos concretos. En este sentido la agresividad es beneficiosa ya que permite a los organismos satisfacerse y defenderse. La violencia implicaría o cronicidad o gradien¬tes altos de agresividad, por así decirlo sería una de las psicopatologías de la agresividad (otra, evidentemente, sería la falta de la misma).

Hay que precisar en primer lugar que a niveles normales en los hu¬manos es difícil precisar si el hombre es más agresivo que la mujer; es cierto que aquel tiende a reaccionar con más fuerza y actividad en sus manifestaciones agresivas, pero en todo caso la mujer parece tener otros medios para canalizar su agresividad, en este sentido se ha comprobado mayor agresividad oral entre las delincuentes femeninas que entre los delincuentes masculinos (Clemente, 198G), y en relación a actitudes pre ¬o delictivas no se han encontrado diferencias (Rivas, 1984); estas con¬ductas parecen reforzadas por el tipo de educación diferencial entre se¬xos, así Moss (197G) encontró que las madres reaccionaban diferencial¬mente con las niñas y con los niños. Ante problemas con las primeras tendía a proliferar una interacción verbal mientras que los segundos eli¬citaban interacciones físicas. Un indicador indirecto de la diferencia in¬tersexual en agresividad, y más concretamente en autoagresividad, nos la reflejaría el porcentaje de suicidios. Se sabe que en 1984 la autoagre¬sión con resultado de muerte fue de un 33,52% para la mujer en el Esta¬do Español; aunque las estadísticas no hacen referencia a la mayor o me¬nor violencia con la que se ejecutaron, sí que podría considerarse como un índice de agresividad femenina.

Por otro lado, también se sabe a partir de los trabajos de Schachter (1971) y de Vila (1978) que el estado interno del organismo es un deter¬minante básico en el aprendizaje de reacciones emocionales aversivas, y, también, de otros tipos. En este sentido las fluctuaciones hormonales, así como otras características biológicas (por ejemplo, mayor o menor reactividad del sistema nervioso), podrían vulnerabilizar y/o predispo¬ner internamente el organismo; el desarrollo completo de los procesos agresivos vendría determinado en relación con los eventos externos con¬cretos.

Por todo esto, los esteroides gonadales se consideran como hormo¬nas diferenciales intersexuales en relación al comportamiento. En con¬creto a la testosterona se le ha atribuido un papel muy importante en la conducta agresiva del hombre, ya que éste la posee en cantidades diez veces superiores a la mujer; también se han constatado cantidades dife¬rencialmente superiores en sujetos que dentro de un equipo deportivo de competición poseen roles dominantes; y, además, no son raros los estudios que asocian delincuencia con niveles altos de testosterona (Kreuz y Rose, 1972).

En el caso más concreto de la conducta agresiva en la mujer se ha relacionado una determinada fase del ciclo menstrual con cambios de humor, e incluso con conducta delictiva. Nos estamos refiriendo al de-nominado «Síndrome Premenstrual» (SPM) que relaciona las fluctuacio¬nes hormonales en la mujer con determinada sintomatología agresiva, irritativa, de ansiedad, depresión, etc. Es Frank en 1931 quien describe por primera vez un conjunto de síntomas, entre los que destaca la «ten¬sión nerviosa», que aparecen de 7 a 10 días antes de la menstruacción y que se alivian con la aparición del sangrado periódico. Este autor pro¬pone como causante de todo ello a las hormonas ováricas. El término de «Síndrome Premenstrual» es acuñado por Greene y Dalton (1953) para referirse a una serie de síntomas diversos que aparecen tras la ovula¬ción y se acentúan en los días que preceden a la menstruación, desapare¬ciendo con la llegada de ésta.

Los síntomas del SPM son de dos tipos: somáticos y psicológicos. En una reciente revisión sobre el tema Bancroft y Báckstróm (1985) en¬cuentran que los cambios psicológicos prementruales más importantes son los siguientes: irritabilidad, depresión y falta de energía. Lerma (1987) encontró que un 46% de las mujeres estudiadas presentaban un aumento de la irritabilidad en la fase premenstrual. Este aumento de la irritabilidad premenstrual podría contribuir a un aumento de los actos agresivos durante esta fase del ciclo (Floody, 1983).
Existen diversos estudios en los que se pone de manifiesto un mayor número de actos agresivos cometidos durante la fase premenstrual.

Morton y colr., (1953) observaron que el SPM conlleva un aumento de la irritabilidad y de la hostilidad, que puede llegar a una agresividad dc tipo irritativo que, sobre todo en sujetos con poco autocontrol, puede de¬sencadenar un acto violento. Los antecedentes judiciales de una serie de reclusas por él estudiadas mostraron que el 60% de los actos de violencia criminal realizados por mujeres ocurren durante la semana premenstrual, mientras sólo el 2% se realizaron al final del período menstrual.

Una de las autoras que más ha destacado en el estudio de la asocia¬ción entre ciclo menstrual y comisión de delitos es la Dra. Dalton. Llevó a cabo una investigación con internas que arrojó el resultado de que al menos la mitad de las mujeres estudiadas cometieron su delito durante la menstruación o el premenstruo (Dalton, 1961). Ellis y Austin (1971) informan de un estudio realizado con 45 presas durante tres ciclos mens¬truales consecutivos; se registraron los actos agresivos por parte de los oficiales de la prisión, y encontraron 174 conductas agresivas que se pre¬sentaron en los días premenstruales y menstruales, de los cuales 1/3 fue¬ron ataques físicos y 2/3 verbales. Además durante los días premenstrua¬les se encontraron altos niveles de irritabilidad en los autorregistros de las propias mujeres. Este aumento de la irritabilidad y de la agresividad en el período premenstrual se ha repetido en los estudios de la Dra. Dal¬ton. Así encontró que la incidencia de maltrato infantil era mayor en las fases pre- y menstrual (Dalton, 1975). Dalton (1980) en un estudio realizado con tres mujeres que presentaban historias delictivas cíclicas se las diagnosticó de SPM, y fueron tratadas con éxito con progesterona; también en ese mismo año participó en dos juicios en Inglaterra en los que testificó que dos mujeres que presentaban historiales de comisión de actos incontrolables de agresión sufrían una forma severa de SPM. La Dra. Dalton consiguió eliminar sus impulsos agresivos por medio de terapia con progesterona. El tribunal encargado de juzgarlas les conce¬dió la libertad provisional en vez de imponerlas una condena de prisión.

A pesar del éxito que preconiza K. Dalton de tratar a las sufridoras del SPM con progesterona natural, basándose en que el síndrome estaría causado por un déficit de la misma, lo cierto es que la etilogía de dicho síndrome permanece aún sin aclarar, al tiempo que se han achacado a sus estudios problemas metodológicos (Koeske, 1987). Fundamental¬mente, el SPM se ha intentado explicar desde el «Modelo Médico» esta¬bleciendo el énfasis en las hipótesis biológicas y proponiendo una rela¬ción causa-efecto entre biología y sintomatología, postulando que un desequilibrio fisiológico asociado con el premenstruo sería la causa de los síntomas que se experimentan como SPM. Desde este punto de vista son numerosas las hipótesis que existen sobre la causa del SPM. Para Kausch y Janowsky (1983) no existe suficiente información para definir precisamente qué hormonas, neurohormonas o combinación de hormo¬nas son las causantes del SPM. Niveles elevados, o rápidos descensos de estrógenos, progesterona, aldosterona, angiotensina, prolactina, an¬drógenos e incluso ciertos neurotransmisores podrían relacionarse con la inestabilidad emocional y fluctuar durante la fase lútea o premenstrual del ciclo. Para Koeske (1987) los estudios que ponen el énfasis en una determinada sustancia biológica para encontrar una explicación al SPM son inconclusos, y las investigaciones se caracterizan por no ser sistemá¬ticas y poseer errores metodológicos.

Como conclusión se podría afirmar que no se puede atribuir una úni¬ca explicación biológica al amplio espectro de síntomas del SPM. Tanto los estudios que asocian el SPM como los que asocian la testosterona con la agresividad y con conductas delictivas son en su mayor parte re¬trospectivos. Así se podría postular que un organismo que se dirige ha¬cia la acción segrega una serie de hormonas, que en ese caso no sería la causa sino la consecuencia de la acción. Posiblemente ambos elemen¬tos estén interrelacionados de tal manera que la socialización incida en la fisiología y viceversa, mejor que en pensar en una unidireccional causa fisiológica. La diferencia entre ambos sexos no estaría en su capacidad para ser más o menos agresivos, sino que los diferentes mecanismos bio¬lógicos predispondrían a desarrollar una mayor o menor violencia; en este sentido la interacción con las normas sociales, asignando roles más activos o pasivos, estaría delimitando el sistema. Por esto, Koeske pro¬pone una alternativa diferente para explicar el SPM incorporando a las variables biológicas las sociales y las psicológicas. En los estudios lleva¬dos a cabo por este autor se afirma que las mujeres pueden experimentar, durante la fase premenstrual, tanto eventos negativos como positivos, en la medida que sean estresantes o no, y, de la interpretación cognitiva que sobre este punto adopten; por lo que se podría decir que los factores biológicos pueden tener influencia en la conducta humana, pero que ésta no es reductible a aquellos (Bardwick, 1976; Koeske, 1987).

A partir de estos trabajos no se podría concluir que únicamente la testosterona produce agresividad y la progesterona la inhibe, sino que en todo caso facilitan esas reacciones en base a la interpretación cogniti¬va que del medio hace el individuo en relación con su contexto y sus limitaciones. Los componentes cíclicos y hormonales son predisposicio¬nales, esto es, ponen la base para que se puedan establecer las conductas determinadas, pero los disparadores de la acción en el caso del ser huma¬no son fundamentalmente simbólicos. Creemos que ésta es la razón por la que la mayoría de los estudios que han intentado relacionar las varia¬bles biológicas con la causa del SPM y de éste con la delincuencia no han obtenido resultados claros.
En todo caso, indistintamente que un delito lo cometa un hombre o una mujer, hay una serie de predisposiciones físicas y ambientales, así como una serie de disparadores situacionales que enmarcan el hecho de¬lictivo. Todo ello hace que la comisión de delitos en la mujer sea mucho menor que en el hombre, principalmente porque los mecanismos de so¬cialización en la mujer inciden, como hemos señalado, en la escasa utili¬zación de la agresividad física.

De todas maneras veamos algunas características psicológicas en re¬lación con la delincuencia femenina. Las que se han atribuido a la mujer «asesina» pertenecen más a la literatura y al cine que a la realidad. Carac¬terísticas tales como vanidad, sensualidad, erotismo, astucia, etc., no son frecuentes en las mujeres que han sido realmente acusadas de haber co¬metido un homicidio. Aproximadamente el 15% de estos delitos los co¬meten mujeres. Entre los estereotipos y prejuicios que tiene que sopor¬tar la mujer se encuentra el de atribuirle algún tipo de sesgo sexual cuando presenta alguna conducta anormal; así, si ha cometido algún de¬lito, inmediatamente surgen relaciones entre conducta desviada y alguna característica tal como la «sobreexcitabilidad», la «virginidad» o la «exce¬siva masculinidad», y los factores sociales, económicos, situacionales o psicológicos, que para el hombre se consideran principales, en general son relegados a un segundo puesto en la mujer. Además, se atribuye a ésta en mayor medida que al hombre características mórbidas y ocultas como causantes del hecho delictivo, ya que al cometer estas acciones abandonan sus «roles femeninos naturales», y se postula una patología individual con base sexual (Blum y Fisher, 1978). De hecho, el asesinato femenino se caracteriza por la utilización de métodos «discretos» y sofis¬ticados como el veneno dosificado, o por el tipo de víctimas, general¬mente, el marido, el amante o los hijos. Casi todos los estudios parecen indicar una relación familiar con las víctimas, así como del lugar donde se comete el delito. En general, al delinquir la mujer no suele ejercer violencia, en este sentido es más probable que cometa hurtos a que robe. Las víctimas típicas de las mujeres son viejos, enfermos, borrachos, en situación de dormidos, etc., y también los niños; en el crimen femenino se tiene muy en cuenta la falta de posible respuesta por parte de la vícti¬ma. El delito femenino parece incrementarse cuando las circunstancias potencian la responsabilidad social de la mujer, por ejemplo, en caso de guerra, y, también, con la edad. Parece encontrarse mayor incidencia de¬lictiva entre mujeres de mayor edad que entre las jóvenes.

Eysenck y Eysenck (1973) relatan haber encontrado más perturba¬ciones en las mujeres que en los hombres entre los internos de prisiones. Así, estos autores, encontraron que la mujer tenía gradientes más altos de psicoticismo que sus compañeros encarcelados, siendo a la inversa la tendencia en la población normal. Las mujeres que habían matado a su hijo se les ha diagnosticado más frecuentemente de esquizofrenia que a los hombres, y, en general, todos los estudios tienden a atribuir mayor gradiente de trastornos mentales a las mujeres que delinquen que a los hombres, aunque creemos que este punto tiende a estar bastante media¬tizado socialmente cuando el hombre o la mujer no cumplen las pautas que para su sexo se han establecido socialmente. Así, por ejemplo, las mujeres jóvenes que delinquen se las suele ver como deficitarias de afecto, mientras a los jóvenes se les considera que adoptan actitudes indepen¬dientes. En relación con los hijos, éstos son asesinados en mayor medida por sus madres que por sus padres, en cuanto métodos éstos los utilizan más violentos que la mujer. Se han distinguido dos tipos de asesinatos: el que se comete dentro de las pocas horas del nacimiento, y el que se comete a niños más allá del primer día. El primero es casi exclusivamen¬te femenino y se suele atribuir su causa a motivos sociales de ilegitimi-dad o de no deseo, se suele ver a la madre como típicamente pasiva e inmadura, y, el embarazo es negado.

En los delitos contra la propiedad es bastante conocido que la mujer asume un papel secundario, más como encubridora o colaboradora que como agente activo del delito. Por lo general, los delitos y faltas más típicamente femeninos son aquellos que no necesitan la utilización de la fuerza física: pequeños robos y hurtos.

Se podría decir que la delincuencia en la mujer parece tener al menos en parte sus propias coordenadas; la hipótesis de la «masculinidad» que postula que la conducta ilegal es propia del hombre y cuanto más se pa¬rezca la mujer al hombre mayor probabilidad tiene de asemejar también su conducta no parece confirmada, ya que a pesar de la integración de la mujer en el mundo laboral y social la tasa proporcional hombre-mujer en la comisión de los delitos se mantiene constante. Mayor relevancia parecen poseer factores de educación, de control social y de socializa¬ción. Por ejemplo, se ha señalado la mayor tasa entre las mujeres de lo que podríamos denominar «sentimiento de culpa» lo que iría en conso¬nancia además, de con la baja tasa de delincuencia, con la mayor religio¬sidad y conservadurismo que parece haber entre las mujeres; esto reper¬cutiría por un lado en no canalizar por la fuerza física las tendencias agresivas, pero, por otro, influiría en los procesos de victimización de¬lictiva en caso de producirse, por ejemplo, se ha argumentado como mo¬tivo de falta de denuncia en casos de violación, ya que la mujer sufre de un proceso previo de estigmatización social, junto con la posibilidad de ser victimizada otra vez en el proceso penal. Muchos estudios infor¬man que generalmente las mujeres tienen más miedo que los hombres a enfrentarse con situaciones en las que pueden ser víctimas de crímenes, especialmente, a ser violadas y al «tirón», dos tipos de delitos en los que los hombres no son víctimas con frecuencia. Por así decirlo el pensa¬miento «quizás me toque alguna vez» acompaña a la mujer con cierta frecuencia, hasta tal punto que algunos autores lo consideran como un medio más de «control social», ya que la mujer adopta una serie de reglas de comportamiento que disminuyen la posibilidad de un ataque; un ejemplo de transmisión mitológica-cultural de estos mecanismos de con¬trol social lo ofrece el tradicional cuento de «Caperucita Roja» donde el control definitivo a través de todas las situaciones, tanto de las negati¬vas o peligrosas como de las positivas o de liberación, lo poseen hom¬bres (Scheppele y Bart, 1983).

Por último, señalar que el contexto carcelario por sus características puede ser un medio bastante proclive a disparar reacciones agresivas y de violencia. La privación de libertad, el hacinamiento, la masificación, la falta de expectativas o la percepción de injusticia, entre otros factores, puede generar fácilmente un sentimiento de desasosiego que en determi¬nados momentos podría crear situaciones conflictivas. En el caso de la mujer, como ya hemos visto, el número de internas no es muy elevado, esto podría facilitar el que por parte de las autoridades se intentase resol¬ver de la mejor manera posible los problemas que conllevan: drogas, paro, hijos, etc. Aunque las cárceles no están hechas para la rehabilita¬ción al menos en parte podrían asumir alguna de estas funciones.
J. GUERRA Profesor Titular de la Universidad del País Vasco
A. LERMA Doctora en Medicina
Fuente de imagen:
http://www.flickr.com/photos/patin22/3105893446/

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