El mundo de las cosas extrañas

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El mundo de las cosas extrañas

El mayor misterio de la mecánica cuántica es que funciona increíblemente bien a pesar de lo incomprensible de sus principios fundamentales.

En el mundo microscópico de los átomos suceden cosas extrañas. Conceptos comunes de nuestra vida diaria —como posición, velocidad y fuerza— pierden allí su sentido usual. En el mundo atómico no se aplica la física que nos enseñaron en la escuela, sino una física más reciente: la mecánica cuántica. Se trata de una teoría que funciona estupendamente, pero cuyos principios siguen siendo tan incomprensibles que hasta la fecha no han cesado los debates sobre sus fundamentos.

La mecánica cuántica surgió hace un siglo para explicar diversos fenómenos relacionados con los átomos y la luz. Su nacimiento se puede situar en 1900, cuando Max Planck, para explicar la radiación luminosa de los cuerpos calientes (llamada radiación térmica), formuló la hipótesis de que la energía no cambia de manera continua, sino que está cuantizada, es decir, se da por paquetes indivisibles que se pueden contar de uno en uno (véase recuadro). Cinco años después, el entonces joven Albert Einstein retomó la idea y propuso que la luz está constituida de partículas de energía pura como las que había postulado Planck, en contra de la idea aceptada en esa época de que la luz es una onda electromagnética (como las ondas de radio o la radiación infrarroja que se siente como calor). Sobre la base de los trabajos de Planck y Einstein, Niels Bohr sugirió en 1913 un modelo atómico que explicaba muy bien la emisión de luz de los átomos de hidrógeno. Finalmente, Louis de Broglie postuló que las partículas atómicas y la luz tienen propiedades tanto de partículas como de ondas, con lo cual puso fin a la controversia sobre la naturaleza de la luz. La formulación matemática de la mecánica cuántica tomó su forma definitiva en 1926, con los trabajos de Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger.

Desde entonces, el lenguaje matemático de la mecánica cuántica ha permitido describir los procesos atómicos con una precisión que rebasa todas las expectativas. Sin embargo, cuando se trata de explicar con palabras los fenómenos atómicos, nos enfrentamos a situaciones paradójicas porque nuestro lenguaje común es inadecuado para ello. Al principio hubo muchas discusiones al respecto entre los físicos, hasta que empezó a tomar forma la llamada “interpretación de Copenhague”, defendida por Bohr (quien residía en la capital danesa) y sus discípulos, la cual ganó adeptos entre la nueva generación de físicos que no temían enfrentarse a sus mayores más conservadores como Planck, Einstein y otros.

Desaparición instantánea

Tanto Bohr como Heisenberg pusieron especial énfasis en que, para estudiar un átomo, se tiene que influir en él de algún modo —por ejemplo, bombardeándolo con partículas de luz—, con lo cual se afecta irremediablemente su estado. Es muy distinto de ver un objeto macroscópico como un árbol o una casa, porque la luz que rebota en ellos y llega a nuestros ojos no afecta al árbol ni a la casa. En cambio cuando se trata de un objeto atómico, sólo se pueden observar los efectos que éste produce en los aparatos de medición, los cuales necesariamente perturban su estado. El concepto de realidad tiene, por lo tanto, un significado distinto en el mundo cuántico: lo que observamos es una combinación de los efectos que produce un objeto atómico y lo que aporta el aparato de medición.

La mecánica cuántica describe el estado de un objeto atómico, entendiéndose por estado el conjunto de sus propiedades, como posición, velocidad, energía, rotación, etcétera. Pero ¿tienen realidad esas propiedades antes de ser medidas? Para responder a esta pregunta, Bohr enunció el principio de superposición. Según este principio fundamental, antes de una observación, un objeto atómico se encuentra en una superposición de todos sus posibles estados; es al ser observado —por medio de algún aparato de medición— cuando se manifiesta en uno solo de esos estados mientras los demás desaparecen instantáneamente.

Águila o sol

Si bien el resultado de la observación depende, en parte, de lo que hace el observador, no se infiere de ahí, de ningún modo, que el observador pueda controlar ni decidir la realidad (tal como se podría deducir ingenuamente), porque el observador no puede tener ninguna certeza de qué es lo que va a encontrar. Siguiendo con la interpretación de Copenhague, una consecuencia adicional del principio de superposición es que, en general, no hay forma de predecir con certeza en qué estado aparecerá un objeto atómico al hacer una medición. Cuando mucho, la mecánica cuántica permite calcular la probabilidad de que se manifieste cierto estado con ciertas propiedades y... ¡nada más!

¿Cuándo desaparece la certeza y se tiene que invocar la probabilidad? La descripción de los procesos físicos en términos de probabilidades no es exclusiva de la mecánica cuántica. En la mecánica clásica (la de Newton, que nos enseñan en la escuela) se puede recurrir a una evaluación probabilística en aras de la simplicidad cuando los sistemas estudiados son muy complejos, a costa de renunciar a una descripción exacta que puede ser demasiado engorrosa, además de innecesaria. Por ejemplo, al echar un volado decimos que hay una probabilidad de 50% de que salga “águila” (o “sol”), aunque, en principio, podríamos calcular de qué lado va a caer la moneda. Sin embargo, para hacer un cálculo así habría que conocer con precisión microscópica la distribución de pesos de la moneda, la velocidad con la que se lanza, la fricción del aire y muchas otras variables escurridizas. En la práctica, el cálculo resulta tan complicado que es más simple conformarse con un resultado en términos de probabilidades.

Pero si se trata de un objeto atómico no se puede calcular con certeza absoluta el estado en el que se manifestará... ¡ni siquiera en principio! Según la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, las propiedades físicas de un objeto atómico no tienen realidad física antes de ser medidas y sólo se puede calcular la probabilidad de encontrar el objeto en tal o cual estado cuando se haga una medición.

Einstein, en cambio, pensaba que las propiedades físicas de un átomo sí tienen realidad física, independientemente de que se observe o no, porque esa realidad no depende de la intervención humana. Debe ser posible, al menos en principio, saber con certeza en qué estado se encuentra un átomo, aunque sea poco práctico calcularlo. Si la mecánica cuántica sólo permite calcular probabilidades, tiene que ser una teoría incompleta, decía Einstein (véase ¿Cómo ves?, No. 78, “Las cuitas cuánticas de Einstein”). Sin negar que esta teoría funciona muy bien para fines prácticos, Einstein pensaba que algún día surgiría una teoría más completa que permitiría calcular con toda certeza en qué estado se encuentra un átomo incluso si nadie lo observa. Pero el tiempo no le dio la razón: en la actualidad se conocen razones de fondo, sustentadas en fuertes evidencias experimentales, que hacen imposible tal teoría más completa.

Gatos y coherencia

El principio de superposición resultó ser de capital importancia en la mecánica cuántica. Y, sin embargo, choca con el sentido común, como lo demuestra la famosa paradoja del gato, planteada por Erwin Schrödinger como un “experimento imaginado” .

Supongamos, dijo Schrödinger, que colocamos un átomo de una sustancia radiactiva en una caja junto con un detector Geiger. Al desintegrarse el átomo, el detector activa un mecanismo que rompe una botella de vidrio llena de un gas venenoso. Coloquemos un gato vivo en la caja. Según la interpretación de Copenhague, antes de que se observe lo que sucede en la caja, el núcleo radiactivo está en dos estados simultáneamente: ya se ha desintegrado y todavía no se ha desintegrado. En consecuencia, el felino también está en dos estados: vivo y muerto simultáneamente... mientras nadie lo observe.

¿Cómo resolver esta paradoja? ¿Por qué no se ven gatos de Schrödinger en nuestro mundo macroscópico? Se sabe en la actualidad que la respuesta está en un fenómeno conocido como “coherencia cuántica”.

Ya dijimos anteriormente que la mecánica cuántica permite calcular la probabilidad de observar tal o cual estado, pero se trata de una probabilidad muy peculiar. En realidad, lo correcto es decir que cada estado está descrito por una “onda de probabilidad”. El principio de superposición implica no solamente que un átomo está en diversos estados antes de ser observado, sino también que estos estados “interfieren” entre sí, como las ondas.

Expliquemos esto con un fenómeno conocido. Si arrojamos una piedra en un estanque se produce una onda: una sucesión de valles y crestas. Pero si arrojamos dos piedras, una cerca de la otra, se producen dos ondas que se suman o restan dependiendo de la posición: donde coinciden una cresta con otra (o un valle con otro) las dos ondas se refuerzan, pero donde coinciden una cresta con un valle, las dos ondas se anulan.

Del mismo modo, las “ondas de probabilidad”, que en la mecánica cuántica describen el estado del objeto, pueden “interferir” entre sí, a condición de que exista “coherencia” entre ellas. ¿Qué se entiende por coherencia? Volviendo al ejemplo de las piedras en el agua, dos ondas coherentes entre sí producen una interferencia con una estructura bien definida, a partir de la cual es posible reconstruir la contribución de cada onda. Pero si son miles de pedruscos los que continuamente caen al agua, las ondas que se producen no presentan ninguna estructura bien definida y sólo se ve una agitación caótica, a partir de la cual es imposible reconstruir la contribución de cada pedrusco. En ese caso se dice que las miles de ondas han perdido la coherencia.

La coherencia entre ondas de probabilidad es una característica propia del mundo cuántico y es la clave para resolver la paradoja del gato. Un objeto macroscópico, como un felino, está compuesto de billones de billones de átomos, todos en interacción entre sí y con los otros billones de billones de átomos de su entorno. En la vida real, la coherencia entre todos los estados de todos esos átomos se destruye en un tiempo extremadamente corto y la superposición de estados deja de tener sentido porque es imposible identificar cada uno de ellos. Los dos estados macroscópicos del gato, “vivo” y “muerto”, no interfieren entre sí como lo harían dos olas que se cruzan. Sólo se tiene cierta probabilidad, entendida en el sentido usual, de encontrarlo vivo o muerto.

En cambio cuando se trata de los estados de unos cuantos átomos, la pérdida de coherencia, si bien es rápida para estándares macroscópicos, suele ser muy lenta en comparación con lo que dura típicamente un proceso atómico. En consecuencia, los estados mantienen su coherencia durante el tiempo que tarda un fenómeno atómico y la perdida de coherencia no llega a tener un efecto notable.

En 1996, u n equipo de físicos de los laboratorios del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología en Boulder, Colorado, logró poner un átomo (no un pobre felino, por supuesto) en un estado como el del gato de Schrödinger. El mismo átomo se manifestó simultáneamente en dos posiciones, separadas una distancia de unos 80 nanómetros, equivalente a unas 10 veces el tamaño del átomo. En realidad, lo que se observó no fue directamente el átomo en dos lugares distintos, sino la interferencia de sus dos estados. Desde entonces el experimento se ha repetido no sólo con átomos, sino también con fotones (partículas de luz) e incluso con corrientes superconductoras.

Computadoras cuánticas

Una de las piezas más importantes de la tecnología moderna es el transistor, que funciona gracias a las propiedades cuánticas de los sólidos y es, en esencia, una compuerta que regula y amplifica el paso de la corriente eléctrica. Como habrá notado cualquier usuario de aparatos electrónicos, es un hecho notable que, gracias a la tecnología actual, se fabrican transistores cada vez más pequeños, al grado que, con la invención de los microcircuitos integrados, es posible actualmente colocar cientos de millones de transistores en un chip del tamaño de una uña. De seguir así, es probable que dentro de un par de décadas se pueda fabricar un transistor de unas cuantas moléculas. Entonces entrarán en juego forzosamente las leyes de la mecánica cuántica y, en particular, podría dar inicio la era de las “computadoras cuánticas”, uno de los grandes sueños de la tecnología del siglo 21 (véase ¿Cómo ves?, No. 67, “¿Existirá algún día una computadora cuántica?”).

Las computadoras comunes funcionan almacenando y manipulando información. La información se puede cuantificar y su mínima cantidad es el “bit”, que equivale a conocer uno de dos posibles resultados; por ejemplo, si informo que el resultado de un volado fue “águila”, estoy proporcionando un bit de información. El sistema binario, con sólo dos símbolos, 0 y 1, es ideal para procesar la información y realizar cálculos en forma mecánica. En los circuitos de una computadora, el 0 y el 1 corresponden, en términos generales, a dejar pasar o no una corriente eléctrica en un transistor. Una vez logrado esto, lo demás es mecánico: una computadora funciona como un ábaco cuyas cuentas son conjuntos de electrones, los cuales se mueven con los cambios de voltaje en los transistores.

En las computadoras actuales se necesita algo así como unos 10 000 electrones circulando por un transistor para reproducir un bit de información. Pero al paso que vamos, quizá en el futuro cercano se llegue a necesitar sólo un átomo o un electrón para ello. En ese caso, habrá que tomar en cuenta y aprovechar los efectos propios del mundo atómico. En lugar del bit, se manejará el qubit: una superposición simultánea de dos estados, el 0 y el 1, en interferencia entre ellos.

Todavía no se ha logrado construir una computadora cuántica, aunque se han estado experimentando varias propuestas en diversos laboratorios. Pero en lo que los físicos alcanzan esa meta, los matemáticos, por lo pronto, ya han diseñado programas de cómputo cuántico que son muchísimo más eficientes y rápidos que los comunes. Estos programas funcionan sobre la base de algoritmos que aprovechan plenamente la interferencia cuántica entre los estados de un qubit, con lo cual se logra hacer operaciones en paralelo que los programas comunes no pueden realizar. Así, ya se conocen algoritmos de computación cuántica que harían en pocos minutos lo que a una computadora normal, incluso la más rápida, le tomaría más de 1 000 años de cómputo; por ejemplo, descifrar un código secreto como los que se utilizan actualmente (véase ¿Cómo ves?, No. 88, “Criptografía cuántica”).

El problema fundamental de la computación cuántica consiste en poder mantener la coherencia entre dos o más estados superpuestos. En la práctica, ésta se pierde en microsegundos sólo por el hecho de intervenir para medir. El gran reto consiste, entonces, en poder hacer las manipulaciones necesarias para los cálculos de cómputo antes de destruir la coherencia. Sea lo que fuere, las computadoras cuánticas, si llegan a ser realidad, funcionarían sobre la misma base que el gato de Schrödinger.

En la actualidad, todos los experimentos parecen indicar que la teoría más general con la que soñaba Einstein no existe por razones de fondo, por lo que no hay una realidad más profunda que la descrita por la mecánica cuántica. Pero se trata de una nueva realidad que nos ha traído enormes avances tecnológicos y que seguramente nos depara aún muchas sorpresas. De hecho, el mayor misterio de la mecánica cuántica es que funciona increíblemente bien a pesar de lo incomprensible de sus principios fundamentales.


Shahen Hacyan es investigador del Instituto de Física y profesor de la Facultad de Ciencias, ambos de la UNAM. Hizo su doctorado en la Universidad de Sussex, Inglaterra. Es autor de varios libros de divulgación y dos novelas (Regreso a Laputa y Balnibarbi, UNAM, México, 1993 y El gato de Schrödinger, Micromegas, UNAM, México, 2000) y escribe la columna “Aleph cero” en el diario Reforma.

Shahen Hacyan
Fuente: http://www.comoves.unam.mx/

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