Penas y pasiones

El uso de la fuerza coactiva del Estado en contra de personas libres y autónomas requiere justificación. Proporcionarla es función central de las leyes penales.
Hay dos perspectivas -que debieran ser complementarias, pero rara vez lo son-, desde las cuales suele buscarse la justificación de la sanción penal. Una es precisar la responsabilidad individual y la culpa del autor del crimen. La otra, heredada de los utilitaristas, fija la atención sobre todo en los costos y beneficios sociales del castigo. Predominante a partir de los setentas del siglo pasado, el problema de si una sanción responde al interés colectivo ha terminado por oscurecer el problema, aún más básico, de si el castigo del acusado está o no moralmente justificado.
Despojadas de toda consideración secundaria, la tesis utilitarista y sus variantes, terminan cayendo en la peligrosidad como elemento exclusivo de la justificación de la pena. Identificar y confinar a los posibles delincuentes es el núcleo de la cuestión y todo lo que lo ayude, favorezca o facilite, está justificado, así en ocasiones sea obviamente desmedido y en consecuencia injustificable. Un ejemplo de esta triste forma de ceguera es creer que al aumentar a 70 años de cárcel las penas de delitos que se sancionaban con 50 a 60 años de prisión, se hace algo a favor de la justicia.
Pasar de la culpa a la peligrosidad o, para ser más exacto: al temor de la víctima posible o imaginaria, arrastra consigo todo un cambio de muy amplias proporciones porque el derecho penal termina confundido con procesos administrativos de orden civil y creyendo que unos y otros no son sino aspectos distintos del mismo mecanismo de control social. Más importante que el tipo, calidad y peligrosidad real de quienes están detenidos, interesa su número. Tener cárceles sobrepobladas es señal de una política criminológica firme y acertada.
La reacción
Hacer descansar el monto de la pena en los temores de una posible víctima es abrirle la puerta a la exageración. El miedo y el terror son pasiones que no se ven detenidas por límites racionales, por el contrario: son emociones incontrolables que casi siempre funcionan como amplificadores de prejuicios y rencores de índole muy variada. Y más todavía cuando hay políticos que exacerban tales temores en su promoción y beneficio.
Destaco el carácter ilimitado de las peticiones del miedo frente al universo delictivo porque cada vez resulta más claro que una sociedad basada en temores y prisiones no es viable. Ha sido necesario que haya cárceles con tres veces su cupo y condenados a permanecer privados de su libertad cientos y aun miles de años -lo que sería risible de absurdo si no hubiera en los tribunales sentencias formalmente suscritas en este sentido-, para que la necedad de los gobernantes empiece a entender que no hay presupuesto capaz de llenar de esa manera ese agujero.
La culpa
Más allá de los límites que imponen la realidad y los presupuestos, han surgido grupos que están logrando que los derechos humanos empiecen a ser tomados en cuenta una vez más. Los trabajos de Rawls, Dworkin, Hart, Unger y muchos otros, empiezan a encontrar voz y ya se oye decir que es necesario tomar seriamente a la ley penal como un cuerpo de principios dedicados a garantizar el castigo justo de los infractores.
El término fundamental es en este caso "justo" e implica la necesidad de regresar a la culpa como noción básica en la justificación de la pena. Contra lo que se cree, la culpa no es simplemente un caso mayor de vergüenza o arrepentimiento: es una de las pasiones más brutales y decisivas del ser humano, al grado de que establece la frontera entre lo razonable y o que no lo es. Quien no siente culpa puede por igual comerse a su vecino -con o sin chianti-, destazar a su vecina o matar por diversión a dieciséis jóvenes en una secundaria. No hay nada vedado, nada prohibido para quien no encuentra que el acto sea indebido y no siente culpa alguna en ejecutarlo. Una sociedad sin culpables es una sociedad de asesinos puros.
Recuperar la culpa en la consideración de la pena implica recuperar varios principios: el que nace de la correlación entre el monto del castigo y el daño causado por el delito; la igualdad humana entre víctima y victimario y, sobre todo, el de la pasión por la justicia, sin el cual no tiene sentido siquiera combatir el crimen.