Nuestra violencia, nuestra impunidad

Escrito por Administrador. Publicado en Artículos de Interés

Lucía Melgar

Revista nexos

 

La violencia extrema que han sacado a la luz la desaparición de 43 jóvenes y la muerte violenta de seis personas más, la infame noche del 26 de septiembre, es ya intolerable. Ha detonado una protesta nacional de enormes proporciones y hondo significado. La indignación y el hartazgo de cientos de miles que han salido a las calles representan las de millones que, desde hace años y hoy, ven con pesar o rabia la degradación política y social de todo el país, en amplias regiones agravada por la omisión o colusión del gobierno con el crimen organizado. Obliga a muchos no sólo a protestar sino a buscar alternativas para romper con la red de violencias, impunidad y corrupción en que estamos atrapados.

 

impunidad

 

En esa búsqueda es necesario romper con la visión fragmentaria y descontextualizada de la violencia difundida en los discursos oficiales, en muchos medios de comunicación y en algunos sectores sociales, según la cual la violencia que afectaba al norte no tenía nada que ver con el resto del país, quienes vivimos en el D.F. estaríamos siempre a salvo, el caso de Iguala es propio de Tierra Caliente y la violencia contra las mujeres es sólo “asunto de mujeres” o sólo afecta a lugares liminales como Ciudad Juárez o Chimalhuacán.

 

El caso de Iguala ha corroborado la falsedad de esa perspectiva y puede ser ocasión para ligar las cadenas de violencia que han afectado y afectan a millones de personas en el país y que están necesariamente entrelazadas. En particular, me interesa destacar la cadena de violencias que afectan la vida de las mexicanas y la necesidad de integrarla en el análisis de la situación actual, si buscamos un cambio integral y duradero.

 

En las páginas que siguen expongo algunas líneas generales y me centro en el caso del feminicidio en Ciudad Juárez como un antecente de la violencia extrema impune que se vive hoy en amplias regiones del país. No lo examino por ser el más grave, pues como lo ha documentado Humberto Padgett, por ejemplo, la intensidad del feminicidio en el Estado de México ha sido peor, sino porque lo considero un caso paradigmático de impunidad y violencia extrema. Ahí, pese a la existencia de organizaciones de la sociedad civil que lograron atraer la atención nacional e internacional, así fuera variable, puede observarse un patrón de injusticia y simulación de las autoridades, y del sistema de justicia en particular, aun ante la violencia extrema, que es útil recordar.

 

 

 

La movilización nacional indignada y exigente de justicia que ha detonado el atroz crimen de Iguala demuestra la falsedad de la visión fragmentada de la realidad que separa unas manifestaciones de violencia de otras y a unas víctimas de otras. En los hechos ha estallado. Así pueden leerse simbólicamente las voces unidas en la afirmación “Ayotzinapa Somos Todos”. Más allá de la protesta, la denuncia y la indignación, esperanzadoras en más de un sentido, es necesario que el sentimiento básico de identificación colectiva perdure para oponer la acción ciudadana a la continuación de la necropolítica, es decir, de las políticas que devalúan la vida humana y promueven y producen muerte.

 

En este sentido es útil delinear las cadenas de violencia extrema que van de Villas de Salvarcar a San Fernando, a Allende, Tlatlaya, Iguala, y que algunos trazan desde Acteal o desde la guerra sucia de los años setenta. También es necesario enlazarlas con la cadena de violencia contra niñas y mujeres, desde el Campo algodonero a Ecatepec y Chimalhuacán, Atenco, Tlaxcala, las calles, baldíos y desagües de Morelos, Guanajuato, Oaxaca y Chiapas, la ruta de migrantes que pasa por Chiapas y Veracruz, por sólo mencionar algunos territorios donde tener “cuerpo de mujer es peligro de muerte” o de esclavitud, pues no otra condición impone la trata de personas.

 

Conviene recordar, asimismo, la forma en que han tratado la violencia extrema las instancias gubernamentales y muchos medios pues al dejarla las más de las veces en la impunidad, al trivializarla, minimizarla u ocultarla han contribuido a normalizarla. Esta normalización de la violencia implica, no su justificación ni su naturalización, sino, como explicara Ignacio Martín-Baró en el contexto de la guerra civil en El Salvador en los años ochenta, reducir su percepción y aumentar la tolerancia social hacia ella. En un contexto violento, como el que se vive en amplias regiones del país desde 2007 por lo menos, la tolerancia a la violencia extrema conlleva la proliferación y tolerancia también de otras “menores”, y la retroalimentación de todas ellas. El reto entonces es romper con esa normalización y tolerancia social, urgencia que hoy se manifiesta en el debate público.

 

En este contexto, la violencia misógina o machista —aunque los adjetivos escuezan— no puede seguir considerándose como un asunto que sólo atañe a las mujeres, ni como una pequeña molestia cuyos efectos pueden maquillarse con leyes y programas de supuesta beneficencia. Así como la masacre de Iguala nos atañe a todos, vivamos o no en Guerrero, seamos o no jóvenes o madres y padres de familia, así la continua y acelerada degradación de la vida de las niñas, jóvenes y mujeres en México, agudizada en amplias regiones por la guerra y la impunidad, atañe a hombres y mujeres, vivamos o no en ellas. El impacto de esa violencia puede medirse con estadísticas, pese a la danza de cifras y a la opacidad que ya conocemos. Se mide sobre todo en grados de miedo, en restricciones a la libertad, en achicamiento del espacio abierto a la convivencia. Esa constricción no se limita a las zonas de guerra, ni al 47% de la población femenina maltratada por su pareja. Se percibe y se impone en el desarrollo de la vida social, personal e intelectual de mujeres y niñas que, pese a décadas de luchas feministas, saben que corren peligro por el simple hecho de ser mujer y no sólo en la calle.

 

 

 

Más de una vez al exponer el tema del feminicidio se plantea esta pregunta tan simple. La respuesta más compleja pasa por las relaciones de género, la desigualdad de poder y oportunidades, la agresividad del machismo. La respuesta más corta es: “porque se puede”. Atroz en su verdad, esta respuesta no esquiva la dificultad de distinguir los factores específicos del feminicidio, ni las semejanzas y diferencias entre México, España o Argentina, ni las distinciones entre feminicidio cometido por la pareja o conocidos, y aquel perpetrado por desconocidos, y sus variados grados de ensañamiento con el cuerpo de la niña o la mujer.

 

“Porque se puede” apunta, en el caso de México, a uno de los nudos de la tragedia del feminicidio, definido no sólo como asesinato de mujer por el hecho de ser mujer, sino también como asesinato o conjunto de asesinatos crueles, que quedan impunes, factor que traslada parte de la responsabilidad al Estado y que ha llevado a considerar este conjunto de actos como crimen de Estado (Marcela Lagarde) y a compararlo con el genocidio, como plantea Rita Laura Segato con el concepto de femi(geno)cidio.

 

La palabra impunidad aflora una y otra vez cuando de crímenes contra las mujeres se trata, ya sean feminicidios o violaciones, secuestros o acoso laboral. A fuerza de pronunciarla corremos el riesgo de desgastarla, de vaciarla de significado, aunque, en voz del director de Human Rights Watch o de la Premio Nobel Jody Williams que visitaron México recientemente, resuene el hondo vacío que supone y repercuta en nuestros oídos con todo su horror. La impunidad de los delitos en México se ha calculado en 98%. No es exclusiva de los crímenes y delitos contra mujeres, pero mirarla en estos casos permite develar el grado de daño personal y social que conlleva.

 

 

 

La impunidad supone una red de actos de corrupción, omisión, negación, trivialización. El caso de Ciudad Juárez, si no el más grave, el más sonado a lo largo de dos décadas, permite ver el funcionamiento y efectos de lo que constituye una política de injusticia y simulación. Numerosos periodistas han documentado la podredumbre del sistema de justicia, diversas organizaciones nacionales e internacionales la han denunciado, las más de las veces sin respuesta. La planteo aquí como un patrón, ya reconocible en otros lugares y para otros crímenes, que incluye: la sistemática minimización y negación del problema y la atribución de la culpa a la víctima; la negación de justicia y la corrupción que obliga a los familiares a investigar por su cuenta o a pagar por lo que es obligación de los funcionarios, los intentos de acallar a las familias cuando empiezan a hacer ruido, con dinero o con amenazas; la fabricación de culpables así sea con historias inverosímiles (como en el caso de Sharif Sharif retomado por Bolaño en 2666), el asesinato de abogados; la apuesta por el desgaste, el agotamiento, la desesperanza y la resignación de quienes buscan justicia, la manipulación de la información en los medios, así como la amenaza a periodistas. Bajo la presión de la opinión pública nacional e internacional que sí lograron atraer, así fuera acotada, las madres de Ciudad Juárez y Chihuahua, se crearon comisiones y fiscalías especiales que a todos los niveles tuvieron mínimos resultados en lo sustancial.

 

Pese a la narrativa oficial de que el feminicidio en esa ciudad era “un mito” como dijera un alto encargado de la justicia en 2004, el horror de la violencia extrema irrumpió en la realidad y rompió el guión de la política de simulación: en el llamado Campo algodonero aparecieron al cabo de dos días ocho cadáveres de jovencitas, algunas menores de edad, que habían sido secuestradas meses o semanas atrás. Mostraban las marcas de saña y misoginia que caracterizaban ya el asesinato de mujeres en esa ciudad. El clamor público, el grado de barbarie y organización que este crimen evidenciaba, debería haber obligado a modificar el discurso y la conducta oficiales. Sin embargo, la inercia de la indiferencia y la red de complicidades que puede suponerse en ese caso, pesaron más que la evidente necesidad de romper con la dinámica de violencia extrema tolerada por los gobiernos local, estatal y federal. Prosiguió la negación de justicia.

 

En este punto el Estado, no sólo el gobierno local, rebasó los límites de la legalidad y de lo tolerable. A diferencia del gobierno, las familias de las víctimas prosiguieron en su busca de justicia y acudieron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que respondió en 2009 con la condena al Estado mexicano conocida como Sentencia de Campo algodonero, cuyas recomendaciones hasta la fecha no se han cumplido a cabalidad. Según este fallo, el Estado incumplió con su mínima obligación de hacer justicia, de seguir un debido proceso, de reparar el daño.

 

A la luz de la violencia extrema que hoy moviliza a la sociedad, el caso del Campo algodonero aparece como antecedente del horror actual. Aparece también como un punto de inflexión que lleva a preguntar en qué momento se cruzan los límites entre violencia y barbarie, y de qué legalidad puede hablarse en un país donde se desaparecen personas y se aparecen cadáveres o restos humanos sin que los encargados de garantizar los derechos humanos —empezando por el derecho a la vida— respondan enseguida. En 2001 era inevitable preguntarse: ¿Qué hizo posible que en un mismo sitio se pudieran tirar en el transcurso de dos días ocho cuerpos de niñas y mujeres desaparecidas por lapsos distintos, unas meses y otras semanas atrás? ¿De qué Estado de derecho puede hablarse donde se pueden conservar y tirar cuerpos a voluntad? Hoy nos preguntamos ¿qué Estado de derecho es el que permite que desaparezcan y se masacre a 43 personas en un mismo lugar? ¿De qué Estado de derecho puede hablarse si se puede matar y quemar cuerpos por horas sin que aparezca autoridad alguna que lo impida, sin que nadie —según se ha planteado— se dé cuenta?

 

Desde el presente, la respuesta a estas preguntas no puede quedar en el aire como quedó de 2001 a 2009, ni puede contestarse como lo hicieron representantes del gobierno mexicano ante la CIDH con el argumento de que todo lo ilegal, omiso y corrupto sucedió antes de 2003 y desde luego no tenía nada que ver con las autoridades del siguiente sexenio. Las actuaciones de los gobiernos estatales y federal ante otros casos de feminicidio en el Estado de México, Morelos, Oaxaca, Chiapas, Guanajuato, por sólo nombrar estados donde organizaciones de la sociedad civil han pedido formalmente que se declare la alerta de violencia de género para detener esa y otras violencias contra las mujeres, corroboran que el patrón de simulación, injusticia e impunidad sigue prevaleciendo como guía de conducta aun cuando los efectos corrosivos de esas violencias estén a la vista.

 

Como también sugieren el caso del Campo algodonero y, de manera más amplia, el feminicidio en Ciudad Juárez y Chihuahua, sólo una sociedad organizada puede desafiar la violencia extrema y buscar caminos de justicia. Y aun así, la justicia es negada y puede cundir la barbarie.

 

La situación actual en esa ciudad y en el norte del país es más grave hoy que en 2001. Varias familias de víctimas acabaron por exiliarse, continúa el feminicidio, madres y organizaciones denuncian la desaparición de decenas de jovencitas. La llamada guerra contra el narcotráfico agravó la violencia de hombres armados, integrantes del crimen organizado o de fuerzas del orden, contra las niñas y mujeres y contra la población. Ahí sucedieron la masacre de Villas de Salvarcar y otros actos de juvenicidio que se atribuyeron a la identidad de las víctimas o a la sola presencia del crimen organizado. La perseverancia de organizaciones y familiares de víctimas, sin embargo, mantiene demandas que exigen respuesta.

 

A la luz de la masacre de Iguala es evidente que la impunidad en todas sus formas y en todo el país es simplemente intolerable. El reto, me parece, es encontrar formas de movilización y acciones que rompan con la supuesta eficacia de la política de simulación —que sirve al gobierno, no a la sociedad—, y unir las demandas de justicia y verdad, de modo que rompamos también, de manera perdurable, con la soledad de las familias de las víctimas, con el aislamiento de quienes callan por miedo los agravios que sufren día a día, con la visión fragmentada que separa a las víctimas de unas violencias de otras.

 

Fuente original 

http://www.nexos.com.mx/?p=23503

 

 

 

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