¿Somos agresivos por naturaleza?

Publicado en Criminología

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¿Somos AGRESIVOS por naturaleza?

Cuando lorenz, uno de los fundadores del estudio comparativo del comportamiento, publicó en 1963 el libro sobre la agresión, el pretendido mal, seguramente intentaba ayudarnos a reconciliarnos con nuestra naturaleza animal. Aunque sus intenciones hayan sido buenas, las críticas que siguieron a la publicación fueron merecidas.

KONRAD LORENZ —zoólogo austríaco, fundador de la etología y Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1973— fue atacado porque propuso que nuestra conducta agresiva es instintiva. La verdad, es un poco instintiva, pero no en el sentido que Lorenz suponía.

Primero que nada hay que definir qué es un instinto, lo cual implica dos cosas: la naturaleza innata del instinto, y las causas de su expresión. Respecto a la primera, es posible referirse a cualquier con-ducta no aprendida como instintiva, lo que supondría que todas las conductas que no requieren entrenamiento son un instinto. Lamentablemente la necesidad de entrenamiento, o más generalmente la necesidad de influencias ambientales para que se manifiesten las conductas, hace que casi ninguna sea puramente congénita. Por ejemplo, los pollitos de gallina tienen la tendencia a picotear objetos en el suelo al nacer. Nadie les enseña eso, y se podría argumentar por tanto que es una conducta instintiva o congénita. Es ciertamente congénita (existe al nacimiento), y probablemente está determinada en forma genética. Sin embargo, la calidad de la luz en el ambiente del pollito al salir del huevo puede ocasionar que el sistema nervioso asociado a la visión no se desarrolle adecuadamente, y por tanto que no se exprese la conducta de picotear. Muchas otras conductas que no requieren entrenamiento específico también precisan de un desarrollo neuromotor adecuado para expresarse en forma competente. Por ello, para salvar el problema de lo "innato" como requisito para considerar una conducta como instintiva, podemos decir que los instintos son normas de comportamiento que se manifiestan sin entrenamiento específico previo en las condiciones típicas de desarrollo de los organismos.

¿Tenemos instintos agresivos?

Aplicando ese aspecto de la definición de instinto a la conducta agresiva encontramos que, en efecto, no es preciso ser entrenado para responder agresivamente. Un perro, un gato, un humano, un gallo, responden con los patrones típicos de agresión de su especie frente a encuentros agresivos con organismos de la misma especie, aún si fueron criados en aislamiento, sin oportunidad de entrenar esa conducta. Por ejemplo, pollos únicos del pájaro bobo patiazul pueden, si se les introduce en un nido con extraños, manifestar los patrones de agresión entre hermanos que ocurren típicamente en nidos de dos o más pollos de esta especie.

Los animales (seguramente incluyendo al humano) tienen la capacidad de responder con patrones agresivos congénitos en situaciones de conflicto. Ello no supone que la conducta agresiva no se "ajuste" con la práctica, solamente que no es necesaria la práctica para que ocurra. Pero entonces ¿Lorenz tenía razón?, ¿tenemos instintos agresivos? Bueno, no tan rápido. Nuestra conducta agresiva puede ser congénita, pero la otra parte de la definición de instinto no la hemos explorado. Ésta compete a las causas de la conducta.

Una parte crucial de la definición de instinto, como la desarrollaron los etólogos (incluido Lorenz) en las décadas de 1940-1950, es que ocurre espontáneamente. Esto significa que no parece depender de la presencia de un estímulo inmediato en el ambiente. Por ejemplo, la conducta de cortejo en las palomas macho ocurre aún en ausencia de hembras, en cuyo caso es dirigida a algún punto visual (como una esquina de la jaula). Existen muchas conductas que se presentan como respuesta a estímulos específicos del ambiente, pero comúnmente el ambiente sólo dirige la conducta. Así, animales hambrientos de muchas especies inician conductas que los llevarían a encontrarse con comida. Una vez que los estímulos que significan comida aparecen en el medio como consecuencia de esas conductas (llamadas apetitivas), éstos evocan respuestas estereotipadas, es decir, que son siempre las mismas, en forma tal que vemos lo que llamamos comportamientos instintivos. Eso es instinto, y lo crucial aquí es que: 1) su forma es estereotipada, y no depende del aprendizaje específico, sino solamente de que ocurran las condiciones típicas de desarrollo de la especie, y 2) su expresión, aún cuando dependa de factores ambientales, es el resultado de la presencia de factores motivacionales internos (como el hambre) que desencadenan patrones de acción; estos patrones pueden luego ser guiados por estímulos específicos del ambiente y llevar a pautas de acción particulares.

La conducta agresiva no parece responder a este último criterio. Sería necesario que, al haber sido privados de la posibilidad de ejercerla (como los pollos únicos del pájaro bobo patiazul), los organismos sintiéramos una tendencia a satisfacer tal conducta; un tipo de hambre conductual por la agresión. Pero no es así; tenemos apetitos alimentarios, sexuales, incluso sociales. Ellos genuinamente nos impulsan a buscar satisfactores en esos rubros. Lo que no tenemos son apetitos agresivos, aunque tengamos conductas apropiadas (congénitas) para responder a la agresión.

Como gallos de pelea

En general, la conducta agresiva en la naturaleza (y entre los humanos) es una forma de resolver conflictos sobre la posesión de recursos (refugio, pareja, alimento). Si no hay competidores, no hay necesidad de usar agresión, y nadie se frustra por ello. Pero habiendo competidores las cosas cambian. Frente a la competencia por recursos existen herramientas conductuales de las que echamos mano. La agresión en esos casos se daría primero en forma estereotipada: un pez extendería sus aletas frente al oponente; un niño echaría para adelante el pecho (y la región genital, significativamente). Si tales despliegues no informan a los oponentes sobre diferencias obvias que marquen claras asimetrías entre posible vencedor y posible vencido, se pasa al combate físico. También es típico que éste termine cuando uno de los combatientes asume una actitud sumisa (o de apaciguamiento), que literalmente inhibe al -vencedor e impide que ocurran daños mayores.

Las conductas de apaciguamiento, me parece, fallan frecuentemente en los humanos. Las razones pueden ser diversas: una, es que el daño que podemos causar haciendo uso de armas, es inconmen-surablemente mayor, dado un mismo esfuerzo, que el que causaríamos sin ellas. Esto significa que nuestra respuesta agresiva, cuando está armada, produce más daño del que nuestros actos motores habrían causado. Se requeriría un esfuerzo enorme y una interacción personal muy intensa para causar con nuestras manos el mismo daño que ocasiona una bala a un oponente de peso y tamaño similares al nuestro (en la naturaleza no hay expertos en artes marciales). Otra razón es la habituación: la literatura, pero sobre todo el cine, la televisión y los juegos de video, presentan escenas de violencia con tal frecuencia e intensidad que nuestras respuestas probablemente se habitúan a ellas. Es casi seguro que no nos hacemos más "agresivos" por ver tales imágenes, pero probablemente nuestros frenos conductuales, una vez que nos encontramos en un conflicto agresivo, sean insuficientes para detenernos antes de causar daños severos.

Recapitulando, los humanos compartimos con muchos animales el poseer en forma congénita la capacidad de responder a situaciones de conflicto en forma agresiva, aunque no tenemos ninguna necesidad biológica de ejercitar tal capacidad. También tenemos formas ritualizadas de enfrentamiento, como muchos otros animales, pero éstas nos fallan a veces. En ese sentido, somos como los gallos de pelea: en el palenque cuentan con navajas que matan al oponente antes de que su tendencia congénita a emitir conductas sumisas o responder a ellas se manifieste. En la naturaleza, los gallos (y seguramente los humanos) casi nunca morirían en enfrentamientos por parejas o territorios.

Podemos sobreponer a nuestras tendencias conductuales las herramientas de la tecnología, incrementando inconmensurablemente nuestra capacidad de causar daño y amortiguando nuestra tendencia a refrenar a tiempo nuestros actos agresivos. Seguramente en ciertas situaciones la naturaleza provee ejemplos de uso excesivo de violencia y sufrimiento. Al ser atacada por un león, una cebra sufre, y ni modo. La selección natural no favorece a los leones que actúan con misericordia, ni a las cebras que sufren menos al morir. Pero la selección natural sí ha favorecido a los miembros de cada especie que, en encuentros por parejas o recursos, ritua-lizan los combates y minimizan los daños. Eso hizo con nuestra especie, pero la cultura, en el sentido mas laxo, nos ha dado herramientas para revertir esas tendencias. Seguramente antes del desarrollo de las culturas humanas los conflictos interpersonales se resolvían por la fuerza, y no por la razón. Sin embargo, aquel porcentaje, seguramente grande, de conflictos que en la actualidad resolvemos por la fuerza tiene ahora consecuencias más fatídicas que las que hubiera tenido cuando nuestra especie recién bajaba de los árboles.

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Constantino Macías García es investigador del Instituto de Ecología de la UNAM y se ha especializado en el estudio del comportamiento animal, particularmente en lo que se refiere a la selección sexual


Fuente:

http://www.comoves.unam.mx/articulos/agresivos/agresivos1.html

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